De política y cosas peores

«Sospecho que mi mujer me engaña -le dijo a Babalucas un amigo-. Y creo que con un mecánico: hallé en el clóset de mi recámara una mancha de aceite». «No seas desconfiado -lo reprendió Babalucas-. Yo encontré en mi clóset a un jockey del hipódromo, y no por eso voy a pensar que mi esposa me está engañando con un caballo». Afligida y gemebunda Rosilí les anunció a sus padres que estaba un poquitito embarazada. «Mi novio me sedujo -explicó en su defensa-. Le dijo al recepcionista del hotel que yo era su esposa». Conocí Puebla hace muchos años -en el recuerdo pocos- guiado por un experto cicerone: Jesús Dávila Fuentes, apodado «El Águila» tanto por su listeza como por el trazo aquilino de su rostro. Saltillense de origen, antiguo compañero del Ateneo glorioso, Jesús era ya poblano de corazón cuando lo volví a encontrar. En varios días de incesante caminata me hizo conocer la hermosísima ciudad. Por su influencia se me abrieron en especial horario las puertas de la catedral hecha por ángeles. (Eso, me dijo Jesús, había abaratado considerablemente el costo de la mano de obra). Por él pude subir al coro de la seo -tal palabreja de tres letras sirve para nombrar a una catedral, aunque sea muy grande- con su maravillosa sillería, y ver sus tesoros, celosamente custodiados, y su riquísima colección de arte sacro. Jesús me reveló las delicias de la infinita gastronomía poblana. Para alguien como yo, que tenía por máximo manjar los huevos con chorizo de mi casa y los lonches de ternera del restorán Kalionchiz, de Saltillo, aquella espléndida cocina fue como una anticipación del paraíso. Lástima que haya sido yo tan joven: para gozar plenamente las delicias de le mesa, lo mismo que los goces de la cama, se debe tener algo de experiencia. Visité las antiguas casonas, los claustros monjiles, los centenarios templos donde oraban hombres que parecían muertos ante santos embalsamados que parecían vivos, los fuertes fuertes donde ronda el espíritu de mi paisano Ignacio Zaragoza. Fuimos luego a Cholula, a Atlixco, a Huejotzingo, a Zacatlán de las Manzanas, a Chignahuapan la de la hermosa Virgen y las esferas de la Navidad, a Cacaxtla con sus pinturas de prodigio y a otros cercanos sitios que más cerca están hoy en la memoria. Por todo eso, y por otras muchas y variadísimas razones, pienso que no es justo que Puebla y los poblanos tengan un gobernador como Miguel Barbosa, ese subproducto de la 4T. Debería el talísimo señor traer permanentemente un tapabocas, no por el coronavirus sino para mantenerse callado y no decir sandeces como aquélla del castigo de Dios y esta otra del virus que sólo ataca a los ricos y no a los pobres como él. ¡Como él, háganme ustedes el refabrón cavor! Con todo respeto -así dice su hacedor- me permito recordarle al ¡ay! gobernador de Puebla esta frase del inolvidable Chaparro Tijerina: «Un pendejo callado es oro molido». Famulina, muchacha de servicio, le pidió con angustia al padre Arsilio: «Ayúdeme a conseguir trabajo, padrecito. La señora de la casa donde estaba me corrió ayer». «No desesperes, hija -la consoló el buen sacerdote-. Entrégate al Señor». «Eso fue lo que hice, padre -gimió Famulina-. Precisamente por eso me corrió la señora». Don Chinguetas logró por fin que Dulcibella, hermosa chica, accediera a acompañarlo al Motel Kamawa, sitio de acueste de parejas indocumentadas. A fin de justificar su tardanza llamó por teléfono a su esposa y le dijo. «Tendré que trabajar hasta muy tarde. No llegaré a la casa antes de las 12 de la noche». Grande fue la desazón del casquivano esposo cuando su mujer le respondió: «¿Puedo contar con eso?». FIN.