De política y cosas peores

Armando Fuentes

23/09/17

No faltará a la verdad quien diga que el dinero que los partidos políticos reciben es dinero mal habido. El monto de las llamadas «prerrogativas» que se entregan a los numerosos partidos, partiditos, partidillos y partidejos, por exorbitante, alcanza la categoría de lo obsceno. México es un país inmensamente pobre con partidos inmensamente ricos. La clase política mexicana forma una casta separada del resto de la sociedad por su poder y su riqueza, por su corrupción e impunidad. Pocos entes hay tan reprobados por la ciudadanía como esos políticos y esos partidos que dominan la vida de la República y se reparten los bienes sociales igual que saqueadores que se distribuyen el botín. Puestos públicos, honores, cargos de representación, y aún académicos y culturales se asignan mediante cuotas partidistas: «Esto para ti; esto para mí». «A ti te toca hoy, a mí me tocará mañana». En desayunos, comidas y cenas en restoranes de lujo se decide el rumbo de los asuntos nacionales, de espaldas a la Nación, con acuerdos cupulares y ocultas transacciones. Durante siete décadas los mexicanos vivimos bajo el dominio de un solo partido. Ahora somos expoliados por muchos. Ganas dan de caer en la insana tentación de decir que estábamos mejor cuando estábamos peor. De ahí, de la irritación social contra esos partidos que según la coyuntura del momento se enfrentan o se ayuntan, deriva el actual reclamo que hacen millones de mexicanos en el sentido de que los partidos entreguen una parte sustancial de sus dineros, y que esos recursos, cuya suma sería cuantiosísima, se destinen a auxiliar a las víctimas del terremoto del 19 de septiembre y a las tareas de reconstrucción que seguirán. No se trata de que los partidos den una limosna o donativo: se exige que aporten a esos fines al menos la mitad de sus suculentas percepciones. Eso no sólo serviría al bien de la Nación: nos ahorraría a los ciudadanos -siquiera en esta ocasión- el grosero espectáculo de campañas tan caras y dispendiosas como las que nos fatigan y hartan cada vez que hay una elección. La entrega de ese dinero por los partidos no sería una donación: sería una devolución. (El asaltante: «¡Entrégueme su dinero!». El asaltado: «¿No sabe usted quién soy? ¡Soy diputado!». El asaltante: «Ah. Entonces entrégueme mi dinero»). Las sumas que esos organismos se han atribuido a sí mismos volverían a la comunidad para ser destinadas a enfrentar una situación de emergencia. Esperemos que ante esta demanda los políticos no hagan oídos sordos. El problema es que son muy diestros en cerrar los ojos y los oídos y en abrir las manos y la boca. Y otra variación sobre este mismo tema, el de los terremotos. A fin de cuentas resultó que el caso de la niña Frida Sofía, que mantuvo en vilo al país durante muchas horas, fue un engaño en el que cayeron por igual las autoridades y los medios de comunicación. Vaya usted a saber quién perpetró esa gran mentira en medio de tan dolorosas realidades. Yo no juzgo a los engañados, pues una de mis principales fuentes de conocimiento, el cine, me lleva a recordar la película «The big carnival» (1951), en la cual Kirk Douglas, en el papel de un inmoral reportero, hacía que se prolongara el rescate de un pobre hombre atrapado en una cueva, y alargaba el sufrimiento del infeliz para obtener provecho personal valido de la excitación de la gente. En efecto, cuando hay una desgracia colectiva siempre surgen episodios de histeria colectiva. En el caso de la inventada niña todos fuimos víctimas de esa verdad que aquel cínico periodista decía en la película: «Una tragedia no es que mil chinos se ahoguen en una inundación, sino que una persona se quede atascada en un pozo». FIN.No faltará a la verdad quien diga que el dinero que los partidos políticos reciben es dinero mal habido. El monto de las llamadas «prerrogativas» que se entregan a los numerosos partidos, partiditos, partidillos y partidejos, por exorbitante, alcanza la categoría de lo obsceno. México es un país inmensamente pobre con partidos inmensamente ricos. La clase política mexicana forma una casta separada del resto de la sociedad por su poder y su riqueza, por su corrupción e impunidad. Pocos entes hay tan reprobados por la ciudadanía como esos políticos y esos partidos que dominan la vida de la República y se reparten los bienes sociales igual que saqueadores que se distribuyen el botín. Puestos públicos, honores, cargos de representación, y aún académicos y culturales se asignan mediante cuotas partidistas: «Esto para ti; esto para mí». «A ti te toca hoy, a mí me tocará mañana». En desayunos, comidas y cenas en restoranes de lujo se decide el rumbo de los asuntos nacionales, de espaldas a la Nación, con acuerdos cupulares y ocultas transacciones. Durante siete décadas los mexicanos vivimos bajo el dominio de un solo partido. Ahora somos expoliados por muchos. Ganas dan de caer en la insana tentación de decir que estábamos mejor cuando estábamos peor. De ahí, de la irritación social contra esos partidos que según la coyuntura del momento se enfrentan o se ayuntan, deriva el actual reclamo que hacen millones de mexicanos en el sentido de que los partidos entreguen una parte sustancial de sus dineros, y que esos recursos, cuya suma sería cuantiosísima, se destinen a auxiliar a las víctimas del terremoto del 19 de septiembre y a las tareas de reconstrucción que seguirán. No se trata de que los partidos den una limosna o donativo: se exige que aporten a esos fines al menos la mitad de sus suculentas percepciones. Eso no sólo serviría al bien de la Nación: nos ahorraría a los ciudadanos -siquiera en esta ocasión- el grosero espectáculo de campañas tan caras y dispendiosas como las que nos fatigan y hartan cada vez que hay una elección. La entrega de ese dinero por los partidos no sería una donación: sería una devolución. (El asaltante: «¡Entrégueme su dinero!». El asaltado: «¿No sabe usted quién soy? ¡Soy diputado!». El asaltante: «Ah. Entonces entrégueme mi dinero»). Las sumas que esos organismos se han atribuido a sí mismos volverían a la comunidad para ser destinadas a enfrentar una situación de emergencia. Esperemos que ante esta demanda los políticos no hagan oídos sordos. El problema es que son muy diestros en cerrar los ojos y los oídos y en abrir las manos y la boca. Y otra variación sobre este mismo tema, el de los terremotos. A fin de cuentas resultó que el caso de la niña Frida Sofía, que mantuvo en vilo al país durante muchas horas, fue un engaño en el que cayeron por igual las autoridades y los medios de comunicación. Vaya usted a saber quién perpetró esa gran mentira en medio de tan dolorosas realidades. Yo no juzgo a los engañados, pues una de mis principales fuentes de conocimiento, el cine, me lleva a recordar la película «The big carnival» (1951), en la cual Kirk Douglas, en el papel de un inmoral reportero, hacía que se prolongara el rescate de un pobre hombre atrapado en una cueva, y alargaba el sufrimiento del infeliz para obtener provecho personal valido de la excitación de la gente. En efecto, cuando hay una desgracia colectiva siempre surgen episodios de histeria colectiva. En el caso de la inventada niña todos fuimos víctimas de esa verdad que aquel cínico periodista decía en la película: «Una tragedia no es que mil chinos se ahoguen en una inundación, sino que una persona se quede atascada en un pozo». FIN.OJO: En la frase: «Entonces entrégueme mi dinero», la palabra «mi» debe ir en cursivas. Gracias. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. La leyenda urbana dice que en ese antro se apareció el demonio. El lugar no existe ya. La fama de tal aparición hizo que las mujeres se ausentaran de él. Y los hombres, que siempre siguen a las mujeres, dejaron de ir también. ¿Qué cuenta la leyenda? Aquella noche llegó al antro un apuesto galán que nunca había sido visto por ahí. Puso los ojos en la más bella joven y la invitó a tomar una copa y a bailar. De inmediato la sedujo por su apostura y sus labiosas frases. La llevó atrás del local y la poseyó haciéndole promesa de casorio. Regresaron luego en el momento en que los jinetes probaban su destreza en el potro mecánico. Todos caían en cosa de segundos. Subió el apuesto galán y no pudieron hacerlo caer del aparato. Cuando bajó entre los aplausos de la gente una bota se le atoró en el estribo y se le salió. El hombre tenía pata de chivo. Era el demonio. Me asombra, y me agrada a la vez, que en pleno siglo 21, y en la ciudad, sigan surgiendo esas leyendas propias del medioevo -quitando, claro, lo del potro mecánico- y de la población rural. El hombre es siempre el hombre. (Más de uno dirá: «Y el demonio es siempre el demonio»). ¡Hasta mañana!…