De política y cosas peores

Armando Fuentes

22/03/16

Tiene sus riesgos eso de querer cambiar las cosas. Por algo son como son. No sé si vivamos en el mejor de los mundos posibles, pero sí sé que vivimos en un mundo que es como debe ser. Pondré un ejemplo: si Dios quisiera que voláramos no permitiría que sean tan caros los boletos de avión. Ciertamente la sabiduría del Señor es infinita, de modo que tratar de corregir su obra es imprudencia temeraria. Lo que en seguida contaré es prueba de eso. El relato es aleccionador, y tiene una conclusión o moraleja que mis cuatro lectores hallarán al final. En cierta ocasión las mujeres se rebelaron contra los designios divinos. Quien esta historia lea sabrá de esa conjura, conocerá sus tristes resultados y aprenderá que todo salió con perfección de las manos del Hacedor Supremo, de modo que a sus decretos omniscientes no se les puede cambiar ni una iota. La iota es la letra más pequeña del alfabeto griego. Sucedió, digo, que un buen día las mujeres, cansadas de sufrir los dolores del parto, se juntaron en asamblea y deliberaron entre sí. ¿Era justo, se preguntaron con enojo, que sólo ellas, y no también los hombres, sufrieran las acerbas penas que siente quien da a luz? Con encendido tono peroraron las jefas de la insurrección; denunciaron vehementemente la injusticia que sufrían y la indebida ventaja del varón, libre de penas. Las asambleístas determinaron ir en manifestación ante el Señor y exigirle que cambiara las cosas. Fueron, pues, en ruidoso desfile y pidieron hablar con el Creador. Éste, benévolo con todas sus criaturas -hasta con las que están equivocadas-, oyó a las encendidas féminas. «Señor, -rugió la lideresa principal-: ¿cómo es posible que nada más nosotras las mujeres sintamos los dolores del parto? También los hombres deberían sufrir esa penalidad. Ellos engendraron los hijos; son sus padres. ¿Por qué no padecen las mismas fatigas que nosotras?». El Señor, como su nombre lo indica, es un señor. Y no hay señor que pueda resistir el enojo de una señora, no digamos de todas. Así, Dios mismo vaciló ante la demanda de las furiosas damas. Ellas, con ese sexto sentido que las mujeres tienen, decidieron radicalizar su posición. «Queremos -dijeron al Creador- que distribuyas por igual el trabajo de perpetuar la especie. Las mujeres sufriremos las incomodidades del embarazo y daremos a luz, pero haz que los hombres sientan los dolores del parto». El Señor, con un suspiro, accedió a la petición: cualquier cosa con tal de quitarse de encima aquel coro vociferante, más molesto aun que el monótono coro de los ángeles. Les dijo que sí, que estaba bien, que en adelante serían los hombres, y no ellas, los que sufrirían el dolor de dar a luz, pero que ya se fueran, por favor. Se retiraron las mujeres dando voces de victoria. Lo primero que hicieron fue informar de aquel triunfo a sus maridos. Los hombres no les creyeron; pensaron que el Señor había hecho lo mismo que ellos: decir que sí a todo lo que les pedían sus mujeres, con tal de quitárselas de encima, y luego olvidar lo prometido. Se equivocaban de medio a medio: ese mismo día un marido que estaba en la oficina lanzó de pronto un alarido horrible y luego cayó al suelo retorciéndose en convulsiones de dolor. Ahí en el suelo estuvo largas horas, gritando como un condenado, quejándose desgarradoramente. En esos momentos su esposa estaba dando a luz muy quitada de la pena, tanto que mientras su hijo salía al mundo ella jugaba Candy Crush. Lo mismo empezó a suceder en todos los casos: las mujeres daban a luz casi sin darse cuenta mientras sus maridos eran presa de crudelísimos dolores. Así fueron las cosas durante algún tiempo. Pero un buen día las mujeres se presentaron de nuevo ante el Señor y le pidieron que deshiciera lo hecho. Querían que todo volviera a ser como antes. «¿Por qué dan marcha atrás?» -les preguntó, sorprendido, el Hacedor. «Por dos razones -contestó la vocera de las mujeres-. Desde que nuestros maridos empezaron a sentir los dolores del parto ya no quieren hacernos el amor. Y peor todavía: algunas damos a luz y no es nuestro marido el que siente los dolores». Conclusión: lo mejor para todos es que las cosas sigan como están. FIN.

MIRADOR

San Virila narró a sus discípulos la triste historia del eremita Nicodemo.
Cuando tenía seis años de edad, su padre espiritual, un anacoreta llamado Cosme, lo llevó a una montaña y le hizo jurar que jamás caería en las tentaciones de la carne. Era tan niño Nicodemo que creyó que lo que Cosme quería que le prometiera es que jamás la comería. Así, no pensó haber pecado el día en que una muchacha campesina -que él confundió con un hada- se le apareció en su cueva el día que él cumplió los 20 años y le enseñó los goces inefables del amor.
Toda su vida fue fiel Nicodemo a la promesa que hizo a Cosme: jamás cayó en las tentaciones de la carne. Quiero decir que nunca la comió. Se le acabó la vida a los 103 años de su edad. Poco antes de expirar dijo con una gran sonrisa a las buenas gentes que acudieron a presenciar su muerte:
-Muero feliz. No disfruté los bajos placeres de la carne, pero conocí a las hadas.
¡Hasta mañana!…