De política y cosas peores

«Entre el hombre y la mujer hay una diferencia muy grande» -dijo el conferencista. La señorita Himenia levantó la mano: «¿Podría mostrarme la diferencia? No creo que sea tan grande como dice usted». (Espero de todo corazón que la solemne intelectualidad moral no califique a este chiste de misógino). Un gato en rijo maullaba en la azotea con mayidos desgarrados. Pepito le preguntó a su madre: «¿Por qué maúlla así?». La señora, desconcertada, dijo lo primero que se le ocurrió: «Es que le duele una muela». Esa misma noche el papá de Pepito volvió de un largo viaje. Al día siguiente el chiquillo les preguntó a sus papis en el desayuno: «¿Anoche les dolieron a los dos todas las muelas?». Corpitos. Así le decía la gente por ser pequeño de estatura y enjuto de carnes. Apellidado Corpus era agente de tránsito en el Saltillo de mediados del pasado siglo. Cumplía con rigor la ley y rigurosamente la aplicaba. Incorruptible, si alguien le ofrecía una mordida lo tomaba a ofensa. En el ejercicio de sus funciones no hacía distinción de personas: para él todos eran iguales ante el Reglamento Municipal. En cierta ocasión el rector de la Universidad estacionó su coche en lugar prohibido. Cuando regresó vio que Corpitos le estaba poniendo en el parabrisas una boleta de infracción. Le preguntó irritado: «¿No sabe usted quién soy?». «No, señor -contestó él tranquilamente-. Pero si lo ha olvidado buscaré a alguien que sepa quién es usted y se lo diga». «Soy el licenciado Fulano -se encrespó el funcionario-, rector de la Universidad». «Discúlpeme, no lo sabía -respondió Corpitos-. Pero si lo hubiera sabido le habría puesto doble multa: como abogado y como rector usted es el primero que debe cumplir la ley y poner ejemplo para que los demás la cumplan». En el caso del coronavirus el primer obligado a seguir las prevenciones de las autoridades de salud es López Obrador. No lo hace. Sigue participando en encuentros públicos y viajando con riesgo de ser contagiado o de contagiar. Tal se diría que se siente superior a cualquiera, y que piensa que es inmune a la enfermedad. Lo que Italia y España están viviendo es algo pavoroso, muy semejante a los horrores que se vieron en la Segunda Guerra o la Civil. Sin ser fatalista pienso que lo peor de la pandemia no ha llegado a México. Hemos de esperar días más aciagos. Ante esa ominosa posibilidad -casi certidumbre- el Presidente debería actuar con prudencia a fin de no adquirir el virus y difundirlo luego. Nunca he visto muy de cerca a AMLO, pero supongo que no está hecho de plástico o metal, madera o vidrio, sino de carne y hueso, lo mismo que nosotros. También él está expuesto a este mal. Por eso es el primer obligado a dar el buen ejemplo y a tomar precauciones contra el virus. Eran los felices tiempos -¿cuándo volverán?- en que la gente podía reunirse sin peligro. Don Languidio Pitocáido se jubiló de su trabajo de contable, y con tal motivo sus compañeros le ofrecieron una fiesta en la oficina. Hubo abundancia de bebidas; se bailó al compás de los ritmos de moda. Pasada la medianoche las cosas se pusieron al rojo vivo. Los espíritus etílicos ahuyentaron las inhibiciones y aquello se volvió una orgía con participación de todos. Digo mal: don Languidio no tenía ya las credenciales necesarias para ser parte de aquella bacanal. Desde un rincón miraba con tristeza los acontecimientos. En eso le llegó la urgencia de tramitar una necesidad menor. Fue al baño, y cuando la estaba desahogando le dijo a la correspondiente parte: «¡Tonta, más que tonta! ¡Tú también estarías disfrutando si no te hubieras jubilado antes que yo!». FIN.