De política y cosas peores

Plaza de almas.

Cuando tengas mis años, Armando, te llegarán dos clases de quebrantos: los achaques del cuerpo y los arrepentimientos del alma. Ambos son ineludibles. Desde ahora te digo que no los podrás evitar, hagas lo que hagas o dejes de hacer lo que dejes de hacer. Senectus morbus ipsa est, decían los latinos. La ancianidad es en sí misma una enfermedad. Y un remordimiento, añadiría yo. Con la edad viene un variado catálogo de malestares, efecto algunos de ellos de los pasados bienestares. Yo pertenezco ya, lo sabes bien, a los batallones de la geriatría, es decir de los que batallan con la vejez. Y a estas alturas -o bajuras- de nada sirven las lamentaciones, y menos aun aquéllas como la de don Ignacio Ramírez, llamado El Nigromante, quien en su más madura madurez conoció a Rosario de la Peña, musa lo mismo de Manuel Acuña que de Manuel M. Flores; señorita -o señora- que debe haber sido, según todos los indicios muestran, una dama bastante flirtatious, si me permites usar ese anglicismo. Quizá la Chayo le coqueteó a don Nacho -al parecer les coqueteaba a todos los que traían pantalones-, porque el gran liberal escribió un dolorido soneto en el cual llora la pérdida de su juventud, y con ella la de su virilidad. Dice el poeta: «¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado / de mí te burlas? Llévate esa hermosa / doncella tan ardiente y tan graciosa / que por mi oscuro asilo has asomado». ¿Te fijaste en esas tres palabras? «Cuando expiro desarmado.». ¡Qué elegante manera de hablar de lo que ahora se llama disfunción eréctil! Yo no la sufro todavía, sobrino -disculpa la jactancia-, pero sé que algún día me llegará, quizá más pronta que tardada, y entonces sentiré que me voy acercando ya a la otra muerte. Se ha dicho que el orgasmo es una muerte chiquita. No estoy de acuerdo con la comparación. La verdadera muerte chiquita consiste en no tener orgasmos ya, consígalos como los consigas. Ahí está el principio del final. Por eso, Armando, no dejes nunca que el amor te llame sin acudir a su llamado. Y jamás dejes de llamarlo tú. No suelo hablarte de mis arrechuchos del cuerpo. Si lo hiciera parecería señora hipocondríaca. Es de mal gusto hablar de tus dolencias, y más si nadie te pregunta acerca de ellas, como es generalmente el caso. Pero deja que te hable ahora de mis remordimientos de alma. Has de saber que jamás me he arrepentido de lo que hice. Si pudiera lo volvería a hacer, y siguiendo la misma partitura. Lo que me duele es lo que no hice pudiendo haberlo hecho. Y no aludo a empresas de dinero, y menos todavía -¡Dios me libre!- de cosas del poder. Me refiero a cosas y empresas amorosas. De ellas está hecha mi vida, y pienso que en ellas pensaré en el momento de la muerte. Ojalá sea cierto eso de que cuando mueres desfilan ante ti todos los acontecimientos que viviste. Mi desfile será una gozosa sucesión de amores, de nombres de mujer, de eternidades que duraron un instante. Sentiré sólo -muy solo sentiré- no haber tomado todo lo que la vida me ofreció, ya por cobarde, ya por necio. No caigas tú en el mismo error, sobrino. Y no te alarmes: no te repetiré aquello del «Carpe diem». Ya está muy repetido. Pero sí te diré, aunque también está muy repetido, que cuando el amor pase a tu lado, o pases a su lado tú, agárralo por los cabellos, y no lo dejes ir sin que te deje algo, aunque sea una desilusión o un sufrimiento. Las penas y decepciones del amor son más sabrosas que no haberlas vivido. Vive, Armando. Ésa es la obligación de quienes tenemos el don precioso que se llama vida. Y perdona esta larga perorata. Es que la epidemia me tiene en encierro solitario, y con alguien tenía que hablar de algo. FIN.