De política y cosas peores

Doña Juanita Flores viuda de Teissier fue profesora mía de Historia Universal en la escuela secundaria. De esa inolvidable maestra aprendí las virtudes del orden y la disciplina, sin cuyo ejercicio la vida puede convertirse en una travesía sin mapa, en una navegación sin brújula. (En un desmadre, para decirlo en términos más precisos y de menor solemnidad). El magisterio de la señora Teissier me ha acompañado siempre a lo largo del camino. Muchos años después de haber sido su alumno el viento de la fortuna me elevó en tal modo que me atrajo la peligrosa tentación de la soberbia. Una llamada telefónica de la maestra me puso en mi lugar. «Armando -me dijo-, no olvide que esto pasará». Transcurrió el tiempo y llegaron para mí horas aciagas que me abatieron y me llenaron de tristeza. Recibí entonces otra llamada de mi sabia maestra: «Armando: esto también pasará». Eso me confortó y dio ánimos. Vivimos ahora tiempos ominosos. Sentimos miedo a lo desconocido; oímos hablar de enfermedad y muertes y vemos interrumpido nuestro andar cotidiano, en el que rara vez pasaba algo que nos sobresaltara y rompiera ese precioso don que no sabemos apreciar: la rutina de cada día. En el forzado encierro escucho nuevamente las palabras de mi maestra: «Esto pasará», y su sabiduría vuelve a darme al mismo tiempo tranquilidad en la tormenta de hoy y esperanza en los días de mañana. Vayamos ahora por los caminos del humor, siquiera sea como intento para disipar unos instantes la pesadumbre de esta crisis que también pasará. En sesión ordinaria la directiva del Club Silvestre anunció la celebración de un baile. El presidente indicó: «Únicamente podrán asistir los socios y sus esposas». Levantó la mano uno de los presentes. Dijo: «Yo soy soltero, pero tengo una amiguita. ¿Puedo traerla?». Respondió, terminante, el presidente: «Únicamente si es esposa de uno de los socios». Babalucas se presentó muy enojado en la Comisión de Derechos Humanos. Preguntó furioso: «¿Y a mí quién me va a atender? ¡Yo soy zurdo!». Veremindo, el hijo del dueño de la hacienda, anhelaba gozar los encantos de Eglogia, la muchacha más linda del lugar. Lo detenían, sin embargo, la inocencia de la joven, su recato y pudicicia. Una mañana vio que venía sola por el camino que conducía a la fuente. Vencidos todos sus escrúpulos bajó del caballo. Lleno de urentes ansias abrazó y besó a Eglogia, y no obstante que el suelo estaba pedregoso la derribó sobre él y ahí mismo le hizo el amor. Grande fue la sorpresa del lascivo galán cuando observó que la muchacha no sólo respondía a sus acciones, sino que a ellas añadía las suyas con destrezas de sabia cortesana u odalisca. Al terminar el trance Veremindo le dijo a la zagala: «Ignoraba yo que supieras hacer esto tan bien». Respondió ella, orgullosa: «Y eso que el terreno no ayudaba». La encargada del censo le preguntó al ocupante del departamento: «¿Es usted casado?». «No -respondió el tipo-. Nada más los imbéciles se casan». «Perdone -se disculpó la encuestadora-. Es que como tiene usted cara de casado.». Aviso: el cuento que ahora sigue es color rojo. Un científico de la Tierra logró establecer comunicación con un marciano. Le preguntó: «¿Cuántos brazos tienen ustedes?». Respondió el alienígena: «Dos». «¡Que coincidencia! -exclamó el de la Tierra-. Nosotros los hombres también. Y ¿cuántas piernas tienen?». Replicó el de Marte». «Dos». Dijo el terrícola: «Qué coincidencia. Nosotros los hombres también. Y ¿qué les pasa cuando se hacen viejos?». Contestó el marciano: «Se nos baja una antenita que tenemos». Declaró, mohíno, el de la Tierra: «Qué coincidencia. A nosotros los hombres también». FIN.