De política y cosas peores

Cuando aquella mujer llegó al rancho a la gente le dio por morirse. Nadie supo de dónde vino; nadie jamás la había visto. Ocupó la casa que alguna vez fue de don Layo, el administrador de la hacienda de los Peña. Esa casa tenía años abandonada, pues la hacienda se perdió cuando lo del agrarismo y don Layo se fue a Santiago junto con su patrón don Sixto, y nunca se volvió a saber ni de uno ni del otro. Quienes vieron llegar a la mujer dijeron que traía la llave de la casa y que entró en ella como en casa propia. La acompañaba un hombre, al parecer su criado. Siempre andaba cargando sobre el hombro un talache y una pala, pero al principio no los usaba. La mujer era muy rara: siempre vestía de gris. Con nadie hablaba. Lo único que hacía era mirar a las personas. Y sucedió que la gente a quien miraba se moría. A las primeras que vio fue a las hijas de don Octavio, el profesor del rancho. Era hombre leído, y les puso a sus hijas nombres que había sacado de sus libros. Beatriz se llamaba una; Laura la otra. Las dos jóvenes fueron a la casa de la mujer de gris, como vecinas buenas, a ver qué se le ofrecía. Ella las vio desde la ventana, pero no les abrió la puerta. Se cansaron de tocar y se fueron a su casa. Ese día fue el último que salieron. A las dos les sobrevino de repente una fiebre perniciosa que las mató en dos días. Entonces apareció el hombre del talache y la pala y cavó las tumbas para ellas. Toda la gente del rancho fue al entierro, lo mismo que la de los caseríos comarcanos, y a todos los vio de lejos la mujer de gris, pero como si estuviera cerca. En los siguientes días la demás gente comenzó a morir. Se fue primero don Octavio. Los vecinos dijeron que había muerto de tristeza, pues era viudo de hacía muchos años y no tenía más familia en el mundo que sus hijas, las que se fueron. Luego las fiebres se llevaron a doña Lipa, la molinera, y a Lorenza, la que no se había casado nunca y que por las noches, según se murmuraba, le abría la puerta de su jacal a Chebo el de Matilde. En esos días no hubo edad para morir. Lo mismo se fue don Ambrosio, que tenía 101 años, que la criatura que había nacido el mismo día que llegó la mujer de gris, y a la que sus papás tuvieron que bautizar de prisa con agua de la acequia para que el angelito no se fuera al limbo, lugar vacío de todo, sino derechito al Cielo. El hombre de la pala y el talache no se daba abasto. Acabó abriendo una sola tumba para todos. Ahí fueron a dar juntos Rodolfo y Carlos, que en vida no se podían ver y pelearon una vez a machetazos. Obra de Dios que en eso llegó el señor cura y con una voz los hizo separarse. Ahora estaban muertos. Cuando el hombre del talache y la pala los echó al pozo quedaron los dos como abrazados. Qué cosas tiene la vida. O, mejor dicho, qué cosas tiene la muerte. Medio Potrero se murió esos días. Una mañana ya no se vio a la mujer de gris. También su criado desapareció. Así como llegaron así se fueron A la gente se le quitó de pronto la maña de morirse. Los que quedaron vivos estaban tristes por fuera, pues habían perdido al padre y a la madre, a la esposa y los hijos, a los hermanos, pero por dentro estaban felices por no ser ellos los que estaban en el pozo. Eso los avergonzaba, pero así se sentían, y ni modo. Ya se lo dirían al cura cuando se presentara en el Potrero, lo que seguramente tardaría, pues había corrido la noticia de la mujer que mataba a la gente nomás viéndola, y de seguro el padre esperaría a que se fuera toda para volver al rancho. De esto que he contado ya hace muchos años. Nadie ha vuelto a ver a la mujer de gris, pero se dice todos la veremos algún día. FIN.