De política y cosas peores

El cuento que descorre hoy el telón de este tinglado es de color tan encendido que ninguna persona con asomos de pudicia debería leerlo. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y sufrió un accidente de estiptiquez tan grave que su médico de cabecera hubo de someterla a un tratamiento a base de aceite de palmacristi que duró varios días, hasta que la ilustre dama pudo volver a regir naturalmente. He aquí ese vitando chascarrillo. Pepito fue al baño a hacer pipí. Se disponía a hacerlo cuando la tabla del inodoro cayó y le golpeó la partecita que iba a usar. El chiquillo lanzó un grito tan desgarrador que su mamá acudió corriendo. Llorando de dolor Pepito le contó lo que le había pasado. La señora, con maternal solicitud, le frotó suavemente la parte dolorida al tiempo que le decía con ternura lo que a los niños les dicen sus mamás en tales ocasiones: «Sana, sana, colita de rana.». «Nada de sana, sana -la interrumpió Pepito con enojo-. Besitos, como a mi papá». Pocos seres hay en la naturaleza tan maravillosos como un árbol. Si los humanos tuviéramos más conocimiento y sensibilidad mayor miraríamos a los árboles no sólo con reverencia, sino también con gratitud, pues por ellos podemos respirar el aire; vale decir que por ellos podemos vivir. Son sagrados, lo mismo que toda la naturaleza, que es para los creyentes el rostro visible de Dios. Por eso plantar un árbol es como engendrar un hijo. Al plantar aquél o dar vida a éste no acaba la tarea: empieza apenas. En las tierras del Potrero de Ábrego, en la sierra de Arteaga, de Coahuila, hemos plantado miles de árboles a fin de compensar, siquiera sea en pequeñísima medida, los que han muerto en la comarca por los incendios, las plagas o la tala inmoderada. Cuando con ayuda de la buena gente del lugar planté los arbolitos eran apenas del tamaño de mi dedo pulgar. Después de algunos años y de mucho cuido son ahora más altos que una casa, embellecen el paisaje y son invitadores de la lluvia. El terreno grande que llaman El Temporalito, antes un páramo, es ahora un pequeño bosque donde habitan la ardilla, el conejo y el pájaro azul. Al árbol, lo mismo que al hijo, hay que cuidarlo en sus primeros años, ayudarlo a crecer, protegerlo contra los peligros que lo amenazan hasta que, grande ya, es capaz de valerse por sí mismo. Por eso en el anuncio inicial de que se plantarían millones de árboles hallé más demagogia que silvicultura, y no me extrañó que fallara ese programa. Ahora me pregunto ¿sabrá alguien la suerte que corrieron los que se plantaron, o todo fue cosa de mera burocracia para dar cumplimiento a una orden «de arriba»? Volvemos a lo mismo: una buena intención sin planificación ni revisión es inútil acción. En este asunto vemos otra vez la desorganización administrativa que priva, lo mismo que la falta de recursos para llevar a cabo una adecuada obra de gobierno, dedicados como están los presupuestos a objetivos meramente de política. Así andamos. O, mejor dichas las cosas, así no andamos. Babalucas les contó a sus amigos: «Recibí un mensaje de mi hermano. Lleva una semana en la cama». Preguntó uno: «¿Está enfermo?». «No -precisó Babalucas-. Se casó». Don Gerontino, señor de edad provecta, cortejó asiduamente a Dulcimel, muchacha en flor de edad, y consiguió que ella aceptara acompañarlo a su departamento. Ahí le hizo el amor en modo que dejó satisfecha a la joven mujer, tanto que ésta le pidió, anhelante: «Quiero hacerlo otra vez». Respondió con voz feble el veterano: «Espérame unos tres meses, linda, a ver qué te puedo juntar». FIN.