De política y cosas peores

Plaza de almas.

Lo común y corriente es beber para olvidar. Yo bebo para recordar. Me conoces muy bien, Armando, y sabes que tu tío Felipe jamás se embriaga. Nunca. Tu tío Felipe, que soy yo, se toma el vino, pero no deja que el vino se lo tome a él. Bebo de vez en cuando, sí, porque lo peor que hay después de alguien que bebe demasiado es alguien que no bebe nada. Claro, a menos que pertenezca a esa heroica legión, los Alcohólicos Anónimos, que cada día se vencen a sí mismos y obtienen así la más grande victoria que alguien puede ganar en un combate. Yo, ya te lo dije, bebo para recordar. Y ni siquiera bebo mucho, a pesar de que tengo muchos recuerdos. Ojalá cuando llegues a mis años tengas tantos recuerdos como yo. Sé lo que vas a decirme: que todos mis recuerdos son de mujeres. Te corregiré: son de mujer. En todas he amado a una sola, y en una sola las he amado a todas. ¿No me entiendes? Con el tiempo me entenderás. Ahora eres ofensivamente joven, pero ese defecto, bien se ha dicho, se quita con la edad. Entonces recordarás, igual que yo. Procura tener qué recordar. Porque hay muchos infelices que se van a la tumba sin recuerdos. Se han dedicado a hacer dinero, o a buscar poder, y ni el poder ni el dinero son cosas para recordar en la vejez. La mujer sí. La mujer es sumamente recordable. Nunca la puedes olvidar, ya te haya dado felicidad o pesadumbre. O el término medio, que es lo que generalmente se recibe de ellas. Yo tuve mi cuota de mujeres. Más bien dicho, ellas me tuvieron a mí. No me dediqué a coleccionarlas. Algunos amigos míos numeraban sus conquistas: «Ya tengo 8, como Barba Azul». Hubo uno que se propuso completar con la inicial del nombre de sus mujeres todas las letras del abecedario. A mí eso me parece deleznable, y aun odioso. Es ver a la mujer como un objeto. A mí las mujeres me llegaban como un don del cielo, igual que la luz del sol o que la lluvia. Te diría que me las enviaba la Divina Providencia si eso no sonara a herejía. Eran como una flor de vida que de repente se me prendía en la solapa sin esperarlo yo. A más de una la tuve después de una hora de conocerla; a más de dos esperé años y años antes de que de pronto me llegaran. Te hablaré, por ejemplo, de aquella muchachita cuyo nombre nunca olvido, pero que jamás diré. Tenía yo 17 años, la edad de ella. Estábamos en la misma escuela. Yo había aprendido a manejar hacía unos meses. Un sábado por la mañana iba en el coche de mi padre y la vi caminando por la calle. Me detuve. «¿Te llevo?». «Sí». Llegamos a su casa. Ella no se bajó. Se me quedó mirando. Le pregunté sencillamente: «¿Vamos?». Y ella sencillamente: «Sí». Me dirigí hacia las afueras. En un sitio apartado nos besamos con besos húmedos y con caricias más húmedas aún. Otra pregunta mía: «¿Quieres?». Y otra vez ella: «Sí». Lo hicimos en forma desmañada, ahí mismo, en el asiento delantero del coche, sin que nos estorbaran los estorbos. No era mi primera vez. Tampoco era la suya. Pero fue nuestra primera vez. Y no volvió a haber otra. La siguiente ocasión que la busqué me rehuyó. Ni siquiera dejó que le hablara. Pero mira lo que hacen los años. Esta tarde la vi, ¿crees? Me reconoció, y yo a ella. Nos dimos un abrazo, y la pregunta me brotó con naturalidad: «¿Te acuerdas?». Sonrió ella. «Sí». Eso bastó para compensarme de su alejamiento de entonces, del hecho de que aquella vez hubiera sido la única. No te lo dije, Armando, pero te invité a tomar una copa esta noche para celebrar ese encuentro, para celebrar aquel recuerdo y para celebrar que ella también lo recordara. Recordar a una mujer es un regalo de la vida, pero mayor regalo es que ella te recuerde a ti. Salud, sobrino. FIN.