De política y cosas peores

«¡Cielo mío! -le dijo en arrebato lírico el galán a su dulcinea en medio del acto del amor-. ¡Antes de conocerte mi vida era un desierto! ¡Ahora ya no lo es!». Le sugirió la chica: «Entonces no pujes como camello». Habrán de perdonarme, pero yo no creo que la mujer posee la misma capacidad que el hombre. Ese mito, difundido por las organizaciones feministas, es absolutamente falso. La verdad es que la mujer tiene mayor capacidad que el hombre. No lo digo por adular a las señoras ni para colocarme en el lado políticamente correcto del asunto. Lo digo porque lo tengo comprobado. Durante 40 años fui maestro, y observé siempre que las alumnas mostraban más inteligencia, y desde luego mayor dedicación y empeño en los estudios, que sus compañeros del sexo masculino. Otra vivencia puedo mencionar, más personal aún, en abono de mi teoría. Entre los aciertos que en la vida he tenido -pocos si se comparan con mis muchos yerros- estuvo el de haber entregado a mi esposa, desde el primer día de casados, todos mis ingresos. Si los hubiera manejado yo, suelo decirles a mis hijos, ahora estaríamos sentados en un hormiguero. Y no un buen hormiguero, sino uno de la más baja calidad. ¿Por qué entonces, se me preguntará, las mujeres no han destacado en las ciencias y las artes en la misma medida que los hombres? Porque no han tenido la oportunidad de hacerlo. A lo largo de los siglos se le relegó a las tareas de calentarle al hombre la cama, de parir a sus hijos, de alimentarlos y cuidarlos, de tener limpia la cueva -o la casa- y de morir por último en silencio, igual que vivió siempre. A causa de oscuros atavismos que los hombres no hemos podido hasta la fecha superar hemos impedido que la sociedad se beneficie con las aportaciones de su mejor mitad. Es el caso actual de la Iglesia Católica, que con daño para sus feligreses cierra todavía sus puertas a la mujer y le veda el ministerio del sacerdocio a pesar de la creciente escasez de sacerdotes, que priva de los sacramentos a innumerables fieles. Pero advierto que me estoy alargando en el discurso. Toda esta perorata sirve para felicitar a López Obrador por la espléndida terna que presentó para designar nueva ministra de la Suprema Corte. Las tres mujeres propuestas: Margarita Ríos Farjat, Ana Laura Magaloni Kerpel y Diana Álvarez Maury son brillantes; todas tres tienen méritos sobrados para ocupar el cargo. No cae sobre ellas ninguna sombra de duda en el sentido de que la designada servirá a AMLO en vez de servir a la justicia. Aplausos, pues, para el Presidente. Ojalá en el futuro actúe en igual forma, y no como actuó en el caso de la extinta Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Se conocieron en un bar de ésos a donde las mujeres van a buscar marido y los maridos van a buscar mujeres. Ella era una dama de la noche, él un rico petrolero texano. Después de unirse a los profusos brindis que el hombre hizo por el gran estado de la Estrella Solitaria, y tras cantar con él -o hacer como que cantaba- las estrofas de «The Yellow Rose of Texas», la mujer le dijo con simulado acento admirativo a su robusto y colorado compañero de ocasión: «¡Qué grande es tu sombrero!». Contestó el jaque: «Todo en Texas es grande, missy». Siguió ella: «¡Y qué grande la hebilla de tu cinturón!». Repitió el hombre: «Todo en Texas es grande, sweetie-pie». Continuó la mariposa nocturna: «¡Y qué grandes son tus botas!». «Ya te lo dije, hon: todo en Texas es grande». Abreviaré la historia. Se fueron a la cama y el texano se quitó la ropa, excepción hecha del sombrero y las botas. Lo miró ella con mirada experta y luego reprochó: «¿No decías que todo en Texas es grande?». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.