De política y cosas peores

«Todo por no haber estudiado». ¿Recuerdas, sobrino, aquella frase en la defensa de un camión de carga cuyo chofer lamentaba de ese modo la dureza de su oficio? En la frente pude haber llevado yo ese cartel de contrición. Apenas terminé el bachillerato dejé la escuela para salir al mundo. La patada de salida me la dieron algunos malos profesores y un latinajo con el que me topé en un libro: «Non scholae sed vitae discimus». Eso lo traducen algunos, quizás equivocadamente, como «No aprendemos de la escuela sino de la vida». Ya en el mundo desempeñé varios trabajos: botón de hoteles; mesero; office boy; vendedor de seguros, de medicinas y de libros; empleado en tiendas de departamentos. Luego quise ir a Nueva York, donde pensaba que hallaría mi fortuna. Para pagarme el viaje vendí Biblias en el Valle de Texas. Las compraba en una iglesia a 50 centavos, precio de mayoreo, cargaba la palabra de Dios en un diablito y en las plazas de los pequeños pueblos la ofrecía cantando una tonada que en la misma iglesia me enseñaron como parte de mi capacitación: «Zaqueo era pequeñito así, / vivía en Jericó. / Cuando Jesús pasó por ahí / para verlo en un árbol se subió. / Jesús lo vio trepado ahí / y luego luego le gritó: Zaqueo, baja, ven aquí, / que a tu casa entraré yo. / Si quieres tú a la Gloria entrar / como Zaqueo entró, / la Biblia debes de comprar, / aquí la traigo yo. / Un dólar cuesta nada más, / ¡magnífica inversión! / Por sólo un dólar tú tendrás / eterna salvación». Una mala guitarrilla me acompañaba al cantar eso. Lo digo porque así era, no para compartir la culpa con ella. Esa vez no llegué a Nueva York, pero en el curso del frustrado viaje aprendí más cosas que en la escuela. Entre todos los empleos que te dije tuve uno muy extraño: trabajé de marido. Oíste bien: de marido, o sea de esposo. Sucedió que me contrataron como jardinero en una casa rica de una ciudad del sur. A las pocas semanas de estar ahí el dueño de la residencia me llamó a su estudio, me sirvió una copa, se sirvió otra él, y luego me dijo que quería ofrecerme un trabajo. «Por causas que no viene al caso mencionar -habló con naturalidad- sufro impotencia crónica. Mi esposa es mujer joven, y tiene los deseos naturales que una joven mujer tiene. Tu trabajo consistirá en satisfacer esos deseos. Estarás a su disposición aquí todos los días de 8 a 12 de la noche, para lo que se le ofrezca. El domingo descansarás. Tu salario será de tanto por semana, más un bono mensual por eficiencia, a juicio de ella. Confío en que pondrás en tu trabajo la mayor dedicación, y espero que apliques tus mejores cualidades al buen cumplimiento de la labor que te encomiendo». Pienso que estuve a la altura del deber, Armando. Era joven y fogoso; la señora era atractiva, y en la cama no tenía las reservas que como jardinero me había mostrado. Entre patrona y empleado llegó a haber trato cordial. Iba a decir «trato cercano», pero eso se sobrentiende. A ella le gustaba mi temperamento latino, según me dijo alguna vez, temperamento que con frecuencia le di a ver dos veces en una misma jornada laboral. Creo que el señor no recibió quejas acerca de mi desempeño. Cuando la chamba terminó por cambio de ciudad de mis jefes me dieron una generosa gratificación y un reloj grabado con mi nombre, aparte de una excelente carta de recomendación, aunque no redactada en términos precisos. Me habría gustado recibir también un diploma de reconocimiento, pero en fin, no se puede tener todo. Creo que este episodio de la vida de tu tío Felipe te puede servir de ejemplo moral, Armando. Procura hacer bien tu trabajo, y siempre obtendrás el fruto merecido. FIN.