De política y cosas peores

Al subir al avión que los traería de regreso de su luna de miel el enamorado esposo le dijo a su flamante mujercita: «Veo que te tiemblan las piernas, cielo mío. ¿Estás nerviosa?». «No -respondió la muchacha-. Han de estar temblando por la excitación de verse otra vez juntas». Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su suegra la contó: «Mi padre fue amaestrador de fieras en un circo». «¡Qué interesante, suegrita! -respondió el majadero-. Y ¿le enseñó a usted algún truco?». Camalina, joven mujer de cuerpo complaciente, le dijo en el confesonario al señor cura don Arsilio: «Acúsome, padre, de que tengo tratos de fornicación con muchos hombres». «Pero, hija -la reprendió paternalmente el sacerdote-, ¿qué ganas con eso?». Camalina se enojó: «Perdone, padre: ¿es confesión o auditoría?». En aquella mesa de café hablábamos de todo: de mujeres, de libros, de películas, de historia, de música, de teatro… De dos cosas no hablábamos jamás: de religión y de política. En ambas materias éramos escépticos. Por eso nos sentimos algo incómodos cuando una mañana llegó a sentarse con nosotros un conocido que no formaba parte de la mesa y que nos dijo de buenas a primeras: «Vengo de tener mi conversación diaria con Dios. Es mi amigo personal». Exclamó uno de los contertulios: «¡Te lo hubieras traído, cabrón! ¡Tengo muchas cosas qué reclamarle!». Fue entonces cuando intuí el significado del segundo mandamiento del Decálogo, que prohíbe tomar el nombre de Dios en vano. Evoqué a ese respecto una de las muchas anécdotas de Yogi Berra, famoso pelotero de beisbol. Era catcher, y cuando un jugador latino dibujó en el suelo con su bate una cruz antes de batear, Yogi la borró con su guante y le indicó: «Deja que el Señor se limite a ver el juego». Ligerezas son éstas que he narrado. No lo es, sin embargo, la forma en que Miguel Barbosa, gobernador de Puebla, tomó en vano el nombre del Señor cuando dio a entender que la muerte de Rafael Moreno Valle y su señora esposa, gobernadora electa del estado, era un castigo de Dios por haberle, según él, robado la elección. Eso habla muy mal de quien profirió semejante necedad. He aquí al Padre Eterno convertido en guarura de Barbosa para vengarlo de sus enemigos. El morenista debería pensar más y hablar menos. Desgraciadamente no tiene un buen ejemplo. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le sugirió a su amigo Pudenciano que fueran a una mancebía o lupanar. El amigo declinó la invitación. Manifestó: «Ni siquiera puedo con lo que tengo en mi casa». Replicó Pitongo: «Entonces vamos a tu casa. Te ayudaré». El novio de Glafira habló con don Poseidón, el padre de la chica: «Vengo a pedirle la mano de su hija». «Tómala -respondió sin vacilar el genitor-. La encontrarás en mi bolsillo; ahí está siempre». El doctor Ken Hosanna les dijo a sus asistentes de cirugía y a las enfermeras: «Es cierto: en vez de traer al quirófano a la mujer del cuarto 16 trajimos al señor del 15. Pero haciendo a un lado esa pequeña equivocación no cabe duda de que fue todo un éxito la operación de agrandamiento del busto». Don Chinguetas llegó a su casa en horas de la madrugada. Venía oliendo a jabón chiquito, pues había estado con cierta dama sin complicaciones en la habitación 210 del popular Motel Kamawa. En la penumbra de su alcoba el casquivano señor procedió a desvestirse para meterse en la cama. Al hacerlo se dio cuenta de que había dejado en el motel la camiseta y el calzón. Su esposa, doña Macalota, le preguntó atufada: «¿Y tu ropa interior?». «¡Santo Cielo! -exclamó con fingida consternación don Chinguetas-. ¡Me robaron en el Metro!». FIN.