Michoacán, una guerra con mil cabezas

Es difícil imaginar que, con más de 100 mil muertes en su haber, la guerra criminal mexicana podría empeorar. Pero una investigación patrocinada por la organización Crisis Group en las entrañas de la región de Tierra Caliente, en Michoacán, hace evidente que por lo menos en esa zona la situación de violencia aún no ha llegado a su límite. En la medida en que las organizaciones criminales se fragmentan, aumenta el número de ejecuciones.

TIERRA CALIENTE, Mich. (proceso).– El cuerpo calcinado, tirado bajo un puente en la carretera, resulta imposible de reconocer. Tardan cuatro días en identificarlo en la morgue. Un día más y las autoridades lo habrían enviado a una fosa común, como ha ocurrido con docenas, quizá centenares de cuerpos sin reclamar.
Pero los padres de Josefina, de 19 años, sospechan que el cuerpo puede pertenecer a su hija desaparecida. Una pequeña parte interior del labio inferior sobrevivió a las llamas. El tejido es suficiente para una muestra de ADN, que se corresponde con el de su hermana. Ahora, al menos, Josefina tendrá un velorio y funeral apropiados.
Encontrar al asesino resulta más complicado. En México la gran mayoría de los asesinatos no son investigados y mucho menos resueltos: la tasa de impunidad se mantiene estática por encima de 95%. Una investigación es incluso menos probable si, como en este caso, todo indica que se trata de una ejecución al estilo narco. Para las autoridades, este sería el punto final.
No lo es para la familia de Josefina. Hay rumores sobre los asesinos y sus motivos. Era una puntera (vigía) para uno de los más de 20 grupos criminales que luchan por el control de la región de Tierra Caliente, en Michoacán. Es una forma común de ganarse la vida entre los jóvenes de esta región semiárida de 120 por 50 kilómetros, pero el solo hecho de ser puntera no explica su destino.
El padre de Josefina también estaba en el negocio, sobrevivía trabajando como sicario o soldado de algunos contras (como se llaman entre grupos criminales rivales). Sólo por este hecho, los jefes de Josefina empezaron a sospechar que ella podría estar filtrando información. Por paranoia la asesinaron y para enviar un mensaje quemaron su cuerpo y lo dejaron donde pudiera ser encontrado fácilmente. El intento de venganza del padre lo lleva a su muerte poco después. Convence a su comandante de mandarlo a luchar contra los jefes de Josefina y recibe un disparo. Sus vecinos comentan que sólo se podía ver un pequeño orificio de entrada en su pecho, pero sus pulmones se llenaron de líquido hasta que dejó de respirar.

La Zona Cero
Más de 100 mil personas han muerto de manera violenta en México desde que el gobierno declaró la guerra al crimen organizado en 2006, presentándola como una batalla entre el bien y el mal. Durante su visita en abril, Michelle Bachelet, alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, se refirió a las cifras de muertes de México como las de un país en guerra.
Y todo indica que la guerra está empeorando. Hasta el momento, 2019 se perfila como el tercer año consecutivo en el que México rompería los récords históricos de homicidios en su historia.
Tierra Caliente es la zona cero de la guerra, su punto de inicio. Es el primer lugar donde el ejército se desplegó en masa contra los narcos, un laboratorio para los diversos métodos con los cuales gobiernos sucesivos han dicho que erradicarían a los capos del narcotráfico. Y un único cártel, los Caballeros Templarios, ostentaba el poder en Tierra Caliente. Terminó fracturado por el gobierno, que actuó de la mano de las autodefensas.

Desorden perpetuo
De acuerdo con El Toro, un combatiente robusto cuya trayectoria de dos décadas lo ha llevado a ser teniente, una nueva crisis de lealtad entre los narcos ha generado una sensación de desorden perpetuo. “Es como en el futbol”, dice. “Un día juegas para el América, al día siguiente te pones la camiseta de Monarcas”. Los jefes locales pueden cambiar su lealtad en un abrir y cerrar de ojos ante la promesa de mayores ganancias territoriales y económicas. La confianza, la columna vertebral de cualquier asociación, se ha esfumado.
Es difícil mantenerse al tanto de quién es quién y quién está luchando contra quién, mucho más, saber quién está al mando.
Los Caballeros Templarios que quedan han cambiado de bando tres veces en una gran batalla, pasando de enemigo mortal a aliado y de nuevo a enemigo mortal del Cártel de Jalisco Nueva Generación, la supuesta nueva central criminal mexicana que busca transformar a Michoacán en uno de sus satélites. En el mismo periodo, los Templarios han cambiado de posición cuatro veces (enemigo, aliado, enemigo, aliado) respecto a Los Viagras, otro de los actores criminales de la región.
Y esto es sólo los Templarios y sus fracciones. En general, ha habido docenas de fragmentaciones en el mundo criminal michoacano en los últimos seis años. La proliferación de bandos en conflicto confunde a los propios combatientes, dicen algunos. Lo único que es claro, me dice alguien cercano a una familia de traficantes de larga trayectoria, es que “todos son narcos”.
Cada fisura redibuja las líneas de combate, marcando el comienzo de nuevas olas de asesinatos. Y con cada división, el conflicto penetra cada vez más profundamente en la sociedad. Amigos y vecinos, o incluso familiares, como sucedió en el caso de Josefina, se encuentran repentinamente en bandos opuestos. La violencia se vuelve íntima, a menudo impulsada por venganzas personales más que por competencia por los mercados ilícitos, haciendo que el ciclo sea cada vez más difícil de romper.
Los templarios y extemplarios se enfrentaron durante cuatro años en batallas por un puñado de puentes y poblados, trayendo un flujo constante de muertes a cambio de avances territoriales temporales. En algunos momentos los enfrentamientos aislaron del mundo exterior a los civiles al sur del río. Los contras bloqueaban el paso de comida, agua, medicina y hasta al sacerdote local, con el fin de sofocar a sus enemigos.

“¿Para qué?”
Ahora, los bandos enfrentados se han unido nuevamente para enfrentar una amenaza común. Los Jaliscos, como llaman en la zona a los integrantes del Cartel de Jalisco Nueva Generación, están presionando desde el oeste. Los soldados templarios y extemplarios tienen que dejar de lado las traiciones y el dolor. O al menos esa es la orden de los jefes cada vez que pasan de contras a compañeros en armas.
Puede ser difícil de aceptar para los que están al pie del cañón, luchando y muriendo. Un combatiente de amplia trayectoria, suficientemente amplia como para haberse despedido de los capos, es Ramón. La última vez que nos encontramos, hace dos años, él y siete sicarios jóvenes, así como un exfrancotirador de las fuerzas especiales mexicanas bajo su comando, habían sido desplegados como última línea de defensa de los templarios para proteger la ribera sur del río de los recurrentes ataques de los contras.
El equipo de batalla que exhibía en ese entonces, un rifle semiautomático AR-15, un chaleco táctico con cartuchos adicionales y un radio, ha desaparecido. En su lugar, ahora viste una camisa elegante, jeans de diseñador y zapatos negros brillantes Lacoste. “Las cosas han cambiado desde la última vez que viniste”, me dice, mientras un joven sicario, siguiendo sus órdenes, me sirve una cerveza fría.
La rabia florece en la medida en que Ramón expone las razones que lo llevaron a convertirse en la mano derecha de alguien, “haciendo cosas con el gobierno”, un emisario de cuello blanco del mundo criminal al oficialismo. “Nunca me quejé de la vida aquí”, dice. Pasó incontables noches escondiéndose en los cerros desolados que se asoman en el fondo, abrazando su rifle, acurrucado bajo una cobija, tambaleándose entre dormido y despierto, incluso bajo la fuerte lluvia.
“Inicialmente sólo estábamos recuperando lo que era nuestro”, recuerda, “pero luego ellos (los jefes) querían tomar áreas de otros. Era como Vietnam para los gabachos. No era nuestra gente, no teníamos su apoyo, no podía funcionar. Sufrimos muchas, muchas bajas. Y ¿para qué? Ambición. Nada.”
Lo que más pesaba en su mente era la decisión desde arriba de forjar un pacto justo con las personas que previamente le habían ordenado borrar del mapa. “Maté a 15 de ellos en una emboscada”, Ramón dice sin rodeos, “pero después de eso se metieron con mi familia, llegaron a mi casa y trataron de llevarse a mis hijos pequeños. ¿Cómo es posible? ¡No te metes con las familias!”.
Debido a su nuevo cargo, ahora sólo visita esporádicamente la región. Pero de ninguna manera ha olvidado sus rencores del pasado. Se refiere al caso de Josefina, cuya familia conoce, como un claro ejemplo. “Voy a ser franco contigo”, dice resumiendo. “Quizás los patrones los hayan perdonado, pero yo nunca lo haré. Si me topo con uno de esos hijos de su perra madre… ¡a la verga! Igual y me matan, pero no antes de que yo mate a tres de ellos. Mínimo”. Por eso, dice mientras señala la camioneta SUV en la que trajo a su familia hasta aquí, mantiene una pistola junto a su pierna derecha en todo momento.
Muchos otros se rinden rápidamente ante el sufrimiento y las dudas morales, y simplemente nunca regresan de sus cuatro días mensuales de descanso. A pesar de la deserción, a los grupos armados ilegales de Tierra Caliente les resulta fácil reponer las filas.
Una razón es la falta de alternativas legales viables, tal como me dice la madre de Emilio, un sicario de 22 años, mientras fríe un pescado entero para el almuerzo en su estufa de leña, en una población a poca distancia de donde me reuní con Ramón. Emilio también renunció un tiempo. Pero cuando el salario por medio día de cosecha de limones, bajo el sol inclemente de Tierra Caliente, bajó a menos de 200 pesos, le pidió al comandante volverse a integrar.
Jóvenes como Emilio aportan el combustible sin el cual la máquina de guerra de los jefes rápidamente se detendría. Pero, también debido a la falta de disciplina de algunos, muchos no duran.

* Analista senior de la organización International Crisis Group