De política y cosas peores

17/05/2018 – Seguramente me voy a ir al Cielo. Dudarlo sería dudar de la misericordia del Señor, infinitamente mayor que su justicia y más, mucho más grande que todos mis pecados. Además en la morada celestial me espera mi abuela Liberata, quien me hizo aprender el catecismo de Ripalda antes de que supiera hablar. Al paso de los años la decepcioné cuando luego de darle el primer beso a la primera niña le manifesté que siempre no me iba a ir de cura. El buen Dios, sin embargo, no la puede también decepcionar. Mis padres me aguardan igualmente; don Mariano frente al tablero de ajedrez; doña Carmen para preguntarme por sus nietos y bisnietos. Pues bien: hago el anuncio urbi et orbi de que si no hay libros en el Cielo yo de plano me regreso al mundo. No puedo imaginar la vida -y menos aún la eterna- sin leer. Digo todo esto porque en mi ciudad, Saltillo, hay un nuevo paraíso: la Sala de Lectura del CIZ. Plantel de La Salle, el CIZ es el invicto y triunfante Colegio Ignacio Zaragoza, donde pasé mis años infantiles. No piensen mis cuatro lectores que exagero cuando digo que esa sala es la más bella biblioteca que en mi vida he visto, y vaya que muchas he mirado. Es cierto: el corazón tiene exageraciones que la razón no conoce. Pero ningún lugar para leer he visto igual. Más grandes los hay, sí, y con mayor acervo, pero no más acogedores y gratos a la vista. Imaginen ustedes un amplio recinto profusamente iluminado donde los libros se hallan no sólo en los estantes, sino también, como manjares de un banquete, en las mesas, al alcance de las manos, las mentes y las almas. Imaginen también los retratos a todo color de insignes escritores presidiendo el sitio, y un vitral a manera de cúpula donde aletea el espíritu -el Espíritu- que pone luz en las inteligencias y en los corazones fuego, para lo cual se vale de los libros entre otras herramientas humanas y divinas. En cómodos sillones puede acomodarse el lector para leer, y hay un sitio especial a fin de llevar a los niños, a través de la magia de los cuentos, a la magia de los libros. Un paraíso, en fin. Sentí orgullo al conocer ese nuevo logro del colegio de mi infancia, y di gracias por él al Hermano Tarsicio Larios, excelente director del plantel, a los padres de familia, y a la maestra Imelda Retiz, a quien no dudo en llamar apóstol del libro por la incansable labor que en el colegio cumple para poner en los niños y los jóvenes el amor a las palabras. Que viva muchos años la Sala de Lectura de mi colegio amado, el CIZ. El juez de lo familiar amonestó, severo, a la acusada: «Señora: su marido se queja de que usted le dijo imbécil, bruto, idiota, mentecato, estúpido y pendejo. También afirma que lo llamó cornudo». «Cornudo no le dije, señor juez -opuso la mujer-. Pero de que lo es lo es». Un viajero y su esposa llegaron a un pequeño hostal y se toparon con la novedad de que el recepcionista se expresaba por señas, pues carecía del habla y del oído. El hombre les mostró los dedos índices de las dos manos apuntando hacia arriba; luego formó un círculo con el índice y el pulgar de la mano izquierda y pasó por él una y otra vez el índice de la derecha. Los recién llegados no lograron descifrar las señas, hasta que el botones tradujo: «Les pregunta si quieren camas individuales o matrimonial».Un individuo de sospechosa traza llegó a una casa de las de foco rojo y requirió las prestaciones de una de las señoras que ahí las daban. Las prestaciones, quiero decir. Le indicó, sin embargo, que tendría que hacer el acto como lo hacía su mujer. Preguntó con recelo la sexoservidora: «¿Cómo lo hace su mujer?». Respondió, lacónico, el sujeto: «Gratis». FIN.

MIRADOR.

He visto antiquísimas fotografías de las cabañas construidas por los pioneros que a lo largo del siglo diecinueve poblaron las llanuras del Medio Oeste norteamericano.
En casi todas las rústicas moradas se observa una pequeña jaula con un ave canora, generalmente un canario. Artículo de primera necesidad era ése. En aquellas planicies sin final donde por muchas horas las mujeres no oían otro sonido más que el silbar del viento, los trinos de las avecillas eran al mismo tiempo música y compañía para ellas.
Mi señora -señora en el sentido de mujer, esposa y dueña- adoptó una vez dos canarios cuya dueña los abandonó al mudar de casa. Ella bautizó a uno: Ringo; yo al otro: Caruso. Poco después descubrimos -por obra del amor- que Caruso era más bien Emmy Destynn. Sus arias y canciones nos despertaban con la luz del alba, y cuando nos acercábamos a ellos nos entregaban lo mejor de sus respectivos repertorios.
El silencio es oro, dicen. No lo es tanto cuando dura mucho. Los trinos de un pájaro canoro aliviaban la soledad de los pioneros. Yo todavía escucho la música que nos regalaron nuestros dos canarios . Mis respetos para Mozart, claro, pero aquellos canarios. ¡Ah, aquellos canarios!
¡Hasta mañana!…