De política y cosas peores

Armando Fuentes

11/02/2018

«Cuando tengas un orgasmo te agradeceré que me lo digas» -le pidió el marido a su mujer. «No puedo» -opuso ella. «¿Por qué?» -se extrañó el hombre. Explicó la señora: «Porque me has prohibido que te llame por teléfono a la oficina». Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajara iban en automóvil en competente estado de ebriedad. Gritó de pronto Empédocles: «¡Cuidado con el poste!». A pesar de la advertencia el coche fue a chocar contra el madero. (Al día siguiente Empédocles les contaría con orgullo a sus amigos: «Anoche me eché un palito de 15 mil pesos»). Salieron los dos beodos del vehículo, y Empédocles le dijo a Astatrasio: «¿No oíste que te grité: ¡Cuidado con el poste! ?». «Sí oí -respondió con voz lastimera el temulento-. Pero tú ibas manejando». Para que un matrimonio sea un éxito se necesitan dos. Para que sea un fracaso se necesita solamente uno. Don Chinguetas y doña Macalota hacían todo lo posible para que su matrimonio naufragara. Él era pronto de bragueta con todas las señoras, menos con la suya, y ella por su parte amaba más a sus tarjetas de crédito que a su marido. Pero Chinguetas no quería divorciarse de su esposa, pues a su edad le daba flojera iniciar una nueva relación. Bostezaba nomás de pensar en todo eso de las flores, las citas, los regalos, las invitaciones a cenar y a bailar, la presentación a la familia, etcétera. Así, buscó la asesoría de un consejero familiar. Éste le hizo una sugerencia que don Chinguetas trasmitió a su cónyuge. «Opina el terapeuta que nuestra relación anda mal por aburrimiento. Dice que debo tener una aventura extramatrimonial para dar nuevo interés a mi vida». «No le hagas caso -repuso doña Macalota-. Yo he tenido varias, y eso no ayuda nada». Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, le contó muy apesadumbrado: «El jefe me insultó en la oficina. Me dijo que soy medio pendejo». «No le hagas caso -lo consoló doña Jodoncia-. Es que sólo te conoce a medias». Capronio es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día extrañó el reloj de bolsillo que en su lecho de muerte su papá le había vendido. (Tenía a quien salir el tal Capronio. Bien decían nuestros ancestros: «Padre petate, hijo tepetate»). Un breve interrogatorio le bastó para sacarle la verdad a la criadita de la casa: ella había sustraído el reloj con intención de regalárselo a su novio. «Lo siento, Ancilia -le dijo Capronio-. Tendré que llamar a la policía». «¡No me denuncie, patroncito! -suplicó llena de angustia la muchacha-. ¡Hágame lo que quiera, pero no llame a la policía!». No es que Capronio fuera muy bueno; lo que pasó es que Ancilia estaba muy buena. El vil sujeto se dispuso entonces a cebar en ella su rijosidad. Pero se le cebó el intento, pues por más esfuerzos que hizo no pudo ponerse en aptitud de dar satisfacción a su libídine. Quiero decir que no funcionó. «Lo siento mucho, Ancilia -dijo entonces el desgraciadísimo Capronio-. Siempre sí tendré que llamar a la policía». Aquel señor estaba en una cama de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Sus compañeros de trabajo fueron a visitarlo, y uno le preguntó por qué se hallaba en tan lamentable estado. «Mi compadre Leovigildo me golpeó» -respondió con voz feble el lacerado. «¿Por qué?» -inquirió el otro. Contestó el señor: «Porque estuve de acuerdo con él». «No entiendo» -se desconcertó el que preguntaba-. ¿Te golpeó por estar de acuerdo con él?». «Así es -confirmó el infeliz-. En reunión de amigos comentó: Mi mujer hace muy bien el amor . Y yo dije: Es cierto . Por eso me golpeó el compadre ¿ustedes creen? Por darle la razón». FIN.