De política y cosas peores

Armando Fuentes

12/01/18

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue invitado por un amigo a oír una conferencia intitulada «Aproximación a los agujeros de ozono». Al final de la disertación el amigo del salaz sujeto le comentó: «Noté que te aburriste. ¿Por qué?». Contestó Pitongo, mohíno: «Es que creí que Ozono era el nombre de una mujer de oriente». Doña Paya, nueva rica, decía con orgullo: «El novio de mi hija es muy guapo. Parece artista de Halloween». La muchacha la corregía: «De Hollywood, mamá, de Hollywood». «¡Qué frío hace! -le dijo a doña Macalota su vecina-. Hoy en la mañana tardé 15 minutos para hacer que mi coche funcionara». «Eso no es nada -replicó doña Macalota-. Anoche yo tardé una hora para hacer que funcionara mi marido». Bienaventurado sea el cabrito. Nunca llega a ser. adulto. El cabrito es una de las máximas delicias que la cocina del noreste mexicano ofrece al paladar. Se le disfruta hecho «al pastor», esto es asado a fuego lento, o guisado en salsa de tomate y especias, como se hace en Nuevo León, o en el recio guiso que lleva el nombre de «fritada», barroco platillo tan difícil de preparar como el más sofisticado manjar de la cocina internacional, que hacía decir a don José Alvarado que Vasconcelos se equivocó al llamar bárbaros a los norteños por comer solamente carne asada, pues de seguro no probó nunca una fritada. También el cabrito se prepara en el modo llamado «al ataúd», que es una caja de madera con cubierta de metal sobre la cual se ponen brasas de leña o de carbón que hacen que la carne se cueza lentamente, como una especie de tierna barbacoa. En el Potrero de Ábrego es gala de buenas guisanderas envolver el cabrito en su piel y ponerlo entre las brasas del fogón, manera de cocinarlo que no he visto en otra parte alguna. Digo todo eso para evocar los tiempos de mi abuelo, cuando un cabrito costaba 75 centavos, o de mi padre que pagaba 75 pesos por el animalito, o mi propio tiempo, en el cual un cabrito cuesta 750. Los hijos de mis nietos pagarán por él, seguramente, 7 mil 500 pesos. Decir esto no es cosa de nostalgia; es cosa de economía que ilustra el sombrío fenómeno de la inflación, consistente en ahorrar un peso para tener luego 25 centavos. Últimamente ese silencioso mal ha hecho estragos en el bolsillo de los mexicanos, especialmente de aquellos que más vacío lo tienen. La macroeconomía, afirman los voceros oficiales, anda bien. El problema, digo yo, es que eso no favorece a los hogares, cuya microeconomía se vuelve más micro cada día. La inflación es uno de los nombres que adopta el empobrecimiento. Y el espectro de la inflación se cierne nuevamente sobre nuestro país. El doctor Ken Hosanna le dijo a Babalucas: «Le haré un examen de orina. Llene por favor aquel frasquito que está sobre el estante». «Perdóneme, doctor  -se disculpó el badulaque-, pero no creo que la llegue desde aquí». Calorina, joven mujer de cuerpo complaciente, dio a luz un robusto bebé. Una amiga le preguntó: «¿Ya tienes nombre para el niño?». «Olvídate del nombre -repuso ella-. No tengo apellido». Propuso la amiga: «¿Por qué no le pones el del hombre que puede ser su padre?». «Imposible -respondió Calorina-. Tendría que llamarse Todoelbarrio». Una señora llegó con el otólogo y le pidió angustiada: «¡Ayúdeme, doctor! ¡Ya tengo 14 hijos!». «Se equivocó usted de consultorio -le indicó el facultativo-. Yo soy especialista en el oído. Lo que necesita usted es un ginecólogo». «No, doctor -opuso la mujer-. Lo necesito a usted. Sufro principios de sordera. Todas las noches mi marido llega a la casa y me dice:  ¿Cenamos o qué? . Como no oigo bien le contesto:  ¿Qué? . Por eso tengo 14 hijos». FIN.Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue invitado por un amigo a oír una conferencia intitulada «Aproximación a los agujeros de ozono». Al final de la disertación el amigo del salaz sujeto le comentó: «Noté que te aburriste. ¿Por qué?». Contestó Pitongo, mohíno: «Es que creí que Ozono era el nombre de una mujer de oriente». Doña Paya, nueva rica, decía con orgullo: «El novio de mi hija es muy guapo. Parece artista de Halloween». La muchacha la corregía: «De Hollywood, mamá, de Hollywood». «¡Qué frío hace! -le dijo a doña Macalota su vecina-. Hoy en la mañana tardé 15 minutos para hacer que mi coche funcionara». «Eso no es nada -replicó doña Macalota-. Anoche yo tardé una hora para hacer que funcionara mi marido». Bienaventurado sea el cabrito. Nunca llega a ser. adulto. El cabrito es una de las máximas delicias que la cocina del noreste mexicano ofrece al paladar. Se le disfruta hecho «al pastor», esto es asado a fuego lento, o guisado en salsa de tomate y especias, como se hace en Nuevo León, o en el recio guiso que lleva el nombre de «fritada», barroco platillo tan difícil de preparar como el más sofisticado manjar de la cocina internacional, que hacía decir a don José Alvarado que Vasconcelos se equivocó al llamar bárbaros a los norteños por comer solamente carne asada, pues de seguro no probó nunca una fritada. También el cabrito se prepara en el modo llamado «al ataúd», que es una caja de madera con cubierta de metal sobre la cual se ponen brasas de leña o de carbón que hacen que la carne se cueza lentamente, como una especie de tierna barbacoa. En el Potrero de Ábrego es gala de buenas guisanderas envolver el cabrito en su piel y ponerlo entre las brasas del fogón, manera de cocinarlo que no he visto en otra parte alguna. Digo todo eso para evocar los tiempos de mi abuelo, cuando un cabrito costaba 75 centavos, o de mi padre que pagaba 75 pesos por el animalito, o mi propio tiempo, en el cual un cabrito cuesta 750. Los hijos de mis nietos pagarán por él, seguramente, 7 mil 500 pesos. Decir esto no es cosa de nostalgia; es cosa de economía que ilustra el sombrío fenómeno de la inflación, consistente en ahorrar un peso para tener luego 25 centavos. Últimamente ese silencioso mal ha hecho estragos en el bolsillo de los mexicanos, especialmente de aquellos que más vacío lo tienen. La macroeconomía, afirman los voceros oficiales, anda bien. El problema, digo yo, es que eso no favorece a los hogares, cuya microeconomía se vuelve más micro cada día. La inflación es uno de los nombres que adopta el empobrecimiento. Y el espectro de la inflación se cierne nuevamente sobre nuestro país. El doctor Ken Hosanna le dijo a Babalucas: «Le haré un examen de orina. Llene por favor aquel frasquito que está sobre el estante». «Perdóneme, doctor  -se disculpó el badulaque-, pero no creo que la llegue desde aquí». Calorina, joven mujer de cuerpo complaciente, dio a luz un robusto bebé. Una amiga le preguntó: «¿Ya tienes nombre para el niño?». «Olvídate del nombre -repuso ella-. No tengo apellido». Propuso la amiga: «¿Por qué no le pones el del hombre que puede ser su padre?». «Imposible -respondió Calorina-. Tendría que llamarse Todoelbarrio». Una señora llegó con el otólogo y le pidió angustiada: «¡Ayúdeme, doctor! ¡Ya tengo 14 hijos!». «Se equivocó usted de consultorio -le indicó el facultativo-. Yo soy especialista en el oído. Lo que necesita usted es un ginecólogo». «No, doctor -opuso la mujer-. Lo necesito a usted. Sufro principios de sordera. Todas las noches mi marido llega a la casa y me dice:  ¿Cenamos o qué? . Como no oigo bien le contesto:  ¿Qué? . Por eso tengo 14 hijos». FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Esta ave presurosa se llama «paisano». Quizá tiene ese nombre en alusión al del faisán. También se le conoce como «correcaminos», pues a la vista de alguien se echa correr por el camino. ¿Por qué el correcaminos no sale del camino cuando corre? Yo pienso que hace eso porque sabe que lo llamamos «correcaminos», y no quiere hacernos quedar mal. Por eso se expone el peligro. Por consideración a nosotros. Por caridad. O sea por amor. Yo quiero mucho a esa avecilla que me trae nostalgia de los caminos por los que anduvo mi niñez. Cuando la veo me veo a mí mismo, niño en continuo asombro ante las maravillas de la naturaleza: aquella leve flor que se deshacía en el aire cuando soplabas sobre ella; aquella acequia niña, «El pasito», que parecía cantar cuando su cauce se angostaba; la ardilla que asomaba la cabecita a la entrada de su madriguera cuando hacías un ruido que suscitaba su curiosidad. No he perdido, por fortuna, ese infantil asombro. Cuando veo un correcaminos vuelve a maravillarme la infinita variedad de los seres y las cosas. Con ese asombro llegaré al final de mi camino. ¡Hasta mañana!…