De política y cosas peores

Armando Fuentes

04/10/17

En cierto hospital se cometió un tremendo error: el cirujano, en vez de hacerle la vasectomía a un paciente, le hizo una operación de cambio de sexo. “¡Cielo santo! –exclamó desolado el infeliz cuando se enteró del desastrado suceso-. ¡Jamás volveré a tener otra erección!”. “Podrá tener todas las que quiera –lo consoló el facultativo-. Pero no serán suyas”… Una reciente viuda le relató a su amiga la forma en que su esposo había pasado a mejor vida: “Estaba recogiendo los tomates que cultivaba en el jardín. Repentinamente sufrió un síncope cardíaco y se desplomó sin vida”. “¡Qué barbaridad! –se consternó la amiga-. Y tú ¿qué hiciste?”. Respondió la señora: “Usé puré”… En aquella lejana hacienda no había mujeres. Los rudos pastores que cuidaban los rebaños pusieron un letrero: “Hacienda Laramie, donde los hombres son hombres y las ovejas siempre están nerviosas”… Un tipo le contó a otro: “Fui a consultar a una adivina, pero antes de hacerle la consulta me regresé a mi casa”. “¿Por qué?” –preguntó el otro-. Explicó el tipo: “Llamé a su puerta, y desde adentro preguntó: ‘¿Quién es?’”… Los empleados de la oficina observaron que su jefe salía todas las mañanas a las 10 en punto, y regresaba con puntualidad de tren inglés cuando las agujas del reloj marcaban las 12 del mediodía. Así pues holgazaneaban esas dos horas, y aun había quienes se iban a la cafetería de la esquina a tomarse un cafecito o disfrutar un piscolabis. (Caón, la última vez que se usó en un periódico la palabra “piscolabis” fue en 1927). Uno de los empleados decidió ir a su casa. Al entrar oyó acezos y jadeos que provenían de la alcoba. Fue hacia ahí; abrió con cuidado la puerta y lo que vio lo dejó atónito: el jefe se estaba refocilando con su su esposa. Sin hacer ruido volvió a cerrar la puerta; con pasos tácitos salió de la casa y regresó presuroso a la oficina. Al día siguiente sus compañeros lo invitaron: “Ven, vamos al café de la esquina”. “Oh no –se asustó el empleado-. Jamás volveré a salirme. Ayer por poco me pesca el jefe”…Amo a Puerto Rico, entre otras muchas razones porque ahí nació Rafael Hernández, uno de los más grandes compositores de boleros que en el mundo han sido. ¡Con qué amor, con qué ternura –y también con qué honda tristeza- el Jibarito le cantó a su patria! Ahora la bella isla, “la que al cantar el gran Gautier llamó la Perla de los Mares”, sufre los efectos de un huracán devastador, y ha debido resentir también los agravios salidos de la estolidez de Trump, de su insolente patanería y su insensibilidad. (¿Cuál es la diferencia entre una batería de automóvil y Trump? La batería tiene un lado positivo). La tardía visita que el torpe magnate hizo a ése territorio americano no bastó en forma alguna a atemperar el enojo que causó con sus torpes declaraciones sobre Puerto Rico y los puertorriqueños. Por medio de estas líneas renuevo mi declaración de amor a la preciosa isla; le deseo los dones de la esperanza y de la fe y le digo con su inmortal cantor: “Yo vivo enamorado de ti”… Un sujeto llamado Pitoncio se jactaba de sus medidas de varón. Sentía orgullo de que a causa de esa demasía le apodaban El Pichón, nombre que nada tenía que ver con cuestiones columbinas. Cierto día entró en una taberna y vio en un extremo de la barra unas muescas en la cubierta de madera. El cantinero le explicó que tales marcas correspondían a la medida de algunos de sus parroquianos. Como una de las señales estaba a 6 pulgadas, otra a 8 y la tercera a 10, Pitoncio pensó que podía superarlas fácilmente, y unió la acción a la palabra. “Perdone, señor –le aclaró el de la taberna-. Los que pusieron esas marcas se midieron desde el extremo opuesto de la barra”… FIN.

MIRADOR.

Por Armando FUENTES AGUIRRE.

Lo que en seguida voy a relatar parece inverosímil, pero sucedió. Muchas cosas que parecen inverosímiles suceden, y en cambio otras perfectamente creíbles no suceden nunca.
Había una copa de cristal que sonaba con timbre de campana cuando alguien la golpeaba con una cucharilla. Su voz era tan fuerte que si la dejaba salir en toda su potencia los prismas del candil se sacudían como agitados por el viento.
Sucedió que en cierta ocasión la copa lanzó un re sobreagudo de tal manera vibrante que rompió un tenor. Jamás hasta donde sé había pasado algo semejante. La cosa era al revés: eran los tenores quienes movían candiles y rompían copas con su voz.
Nadie ha vuelto a saber de aquella copa. La desgracia del tenor roto la hizo retirarse de la escena. Pero me dicen que anda por ahí.
Recomiendo precaución a los tenores. No rompan copas con su voz. Se expondrían a la venganza de la copa.
¡Hasta mañana!…