De política y cosas peores

Armando Fuentes

03/10/17

¿Estaba loco este hombre? ¿Lo poseía un extraño demonio o algún extraño dios? Nadie lo sabe. Y él menos que nadie, pues nunca se hizo preguntas acerca de su ser, tanto se despreciaba él mismo. Desde muy joven renunció a su condición humana, o por lo menos a su parte física. Su cuerpo le daba asco y temor al mismo tiempo; lo odiaba; lo consideraba bestia de bajos instintos a la que era necesario mantener sujeta para evitar que lo arrastrara al mal. Pensaba que todos los seres y las cosas eran ocasión de pecado. Así, se metió en una caverna, lo cual lo salvaría del contagio del mundo. Pero a la cueva llegaba un lampo de la luz del sol o de la claridad lunar, y a través de la entrada podía ver atisbos del cielo azul y el verde bosque. Eso lo llenaba de inquietud: el placer que tales visiones le causaban podía ser una trampa del maligno para llevarlo a la condenación. Decidió entonces bajar a lo hondo de un pozo que antes fue cisterna y ahora estaba seco. Ahí el paso de las nubes en el día y el resplandor de las estrellas por la noche lo sacaban de sus meditaciones sobre Dios. Entonces construyó con piedras una especie de celda en medio del desierto, y dejó sólo un agujero para que por él entrara el aire. No comía ni bebía. De vez en cuando quitaba una piedra del muro, y a través de esa abertura que después volvía a cerrar sus devotos le pasaban un pedazo de pan y un calabacino con agua. Ése era todo su alimento. Cualquier otro lo rechazaba con indignación, porque el exceso en la comida podía hacer que se soliviantara aquel indómito animal, el cuerpo. Temeroso de que en un descuido suyo éste escapara de la celda en busca de deleites mundanales se hizo atar de manos y pies con una cadena de herrador. Sus penitencias y mortificaciones le dieron fama de santo. De todas partes llegaba gente a su retiro; hombres rudos y mujeres vociferantes quitaban las piedras de la pared y entraban en la celda para tocar su cuerpo y así sanar de alguna enfermedad o conseguir algún favor. Huyó el anacoreta. A efecto de librarse de la proximidad humana levantó una columna y trepó a ella. La columna, relata Teodoreto en su «Historia de los monjes sirios», medía 15 metros. En la altura vivió el santo el resto de su vida. Oraba día y noche, arrodillado, los brazos en cruz con las palmas de las manos vueltas hacia el cielo. En su hueco anidaban las aves, y en sus nidos nacían los polluelos que luego, ya crecidos, salían a volar y perpetuar la vida. El Papa de Roma oyó hablar del monje, y en una carta le pidió que orara por la cristiandad, amenazada de cismas y herejías. Obró varios milagros. En cierta ocasión las prostitutas de un pueblo cercano llegaron al pie de su columna y danzaron desnudas ante él con lascivos movimientos. Pretendían hacerlo caer en tentación. Súbitamente, ante el terror de todos, las mujeres se convirtieron en cerdos que siguieron danzando en forma que hizo reír a quienes antes se habían espantado. Murió el hombre a los 100 años de edad. Su barba había crecido tanto que llegaba al suelo, y las uñas de sus dedos medían tres varas de largo. Teodoreto, su biógrafo, no consigna en su libro un dato interesante: el monje fue admitido en el Cielo, pero no goza de la comunión de los santos. Por orden del Padre los ángeles erigieron en el último rincón de la morada celestial una columna, y en su altura dejaron a aquel hombre, lejos de Dios y de los bienaventurados. Ahí permanecerá toda la eternidad, pues por buscar lo divino se alejó de lo humano. Sigue rezando como hacía en la tierra, los brazos en alto y las palmas de las manos hacia arriba, pero ya no llegan las aves a anidar en ellas. FIN.¿Estaba loco este hombre? ¿Lo poseía un extraño demonio o algún extraño dios? Nadie lo sabe. Y él menos que nadie, pues nunca se hizo preguntas acerca de su ser, tanto se despreciaba él mismo. Desde muy joven renunció a su condición humana, o por lo menos a su parte física. Su cuerpo le daba asco y temor al mismo tiempo; lo odiaba; lo consideraba bestia de bajos instintos a la que era necesario mantener sujeta para evitar que lo arrastrara al mal. Pensaba que todos los seres y las cosas eran ocasión de pecado. Así, se metió en una caverna, lo cual lo salvaría del contagio del mundo. Pero a la cueva llegaba un lampo de la luz del sol o de la claridad lunar, y a través de la entrada podía ver atisbos del cielo azul y el verde bosque. Eso lo llenaba de inquietud: el placer que tales visiones le causaban podía ser una trampa del maligno para llevarlo a la condenación. Decidió entonces bajar a lo hondo de un pozo que antes fue cisterna y ahora estaba seco. Ahí el paso de las nubes en el día y el resplandor de las estrellas por la noche lo sacaban de sus meditaciones sobre Dios. Entonces construyó con piedras una especie de celda en medio del desierto, y dejó sólo un agujero para que por él entrara el aire. No comía ni bebía. De vez en cuando quitaba una piedra del muro, y a través de esa abertura que después volvía a cerrar sus devotos le pasaban un pedazo de pan y un calabacino con agua. Ése era todo su alimento. Cualquier otro lo rechazaba con indignación, porque el exceso en la comida podía hacer que se soliviantara aquel indómito animal, el cuerpo. Temeroso de que en un descuido suyo éste escapara de la celda en busca de deleites mundanales se hizo atar de manos y pies con una cadena de herrador. Sus penitencias y mortificaciones le dieron fama de santo. De todas partes llegaba gente a su retiro; hombres rudos y mujeres vociferantes quitaban las piedras de la pared y entraban en la celda para tocar su cuerpo y así sanar de alguna enfermedad o conseguir algún favor. Huyó el anacoreta. A efecto de librarse de la proximidad humana levantó una columna y trepó a ella. La columna, relata Teodoreto en su «Historia de los monjes sirios», medía 15 metros. En la altura vivió el santo el resto de su vida. Oraba día y noche, arrodillado, los brazos en cruz con las palmas de las manos vueltas hacia el cielo. En su hueco anidaban las aves, y en sus nidos nacían los polluelos que luego, ya crecidos, salían a volar y perpetuar la vida. El Papa de Roma oyó hablar del monje, y en una carta le pidió que orara por la cristiandad, amenazada de cismas y herejías. Obró varios milagros. En cierta ocasión las prostitutas de un pueblo cercano llegaron al pie de su columna y danzaron desnudas ante él con lascivos movimientos. Pretendían hacerlo caer en tentación. Súbitamente, ante el terror de todos, las mujeres se convirtieron en cerdos que siguieron danzando en forma que hizo reír a quienes antes se habían espantado. Murió el hombre a los 100 años de edad. Su barba había crecido tanto que llegaba al suelo, y las uñas de sus dedos medían tres varas de largo. Teodoreto, su biógrafo, no consigna en su libro un dato interesante: el monje fue admitido en el Cielo, pero no goza de la comunión de los santos. Por orden del Padre los ángeles erigieron en el último rincón de la morada celestial una columna, y en su altura dejaron a aquel hombre, lejos de Dios y de los bienaventurados. Ahí permanecerá toda la eternidad, pues por buscar lo divino se alejó de lo humano. Sigue rezando como hacía en la tierra, los brazos en alto y las palmas de las manos hacia arriba, pero ya no llegan las aves a anidar en ellas. FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Los Estados Unidos son un país lleno de virtudes, pero igualmente colmado de defectos. Desde luego hoy por hoy la mayor de sus lacras se llama Donald Trump, pero también hay otras. Una de ellas es la del apego, casi veneración, que los norteamericanos sienten por las armas de fuego. Se diría que son una extensión de su cuerpo; sólo por la incomodidad que eso representa no las llevan en la cintura, en su funda, como portaban su pistola los vaqueros del Oeste. En el país vecino se puede comprar una ametralladora con la misma facilidad con que se compra una hamburguesa en McDonald s o una barra de pan en el supermercado. Eso se considera parte de las libertades básicas del ciudadano. Es un derecho constitucional que los fabricantes de armas y los hombres violentos defienden con virulencia y con encono. Los resultados de esa aberrante idea están a la vista. Lo sucedido en Las Vegas es sólo uno más de los cruentos episodios derivados de ese armamentismo doméstico. Otros iguales acontecerán. Muchas estupideces, y muchos crímenes, se cometen en nombre de la libertad. ¡Hasta mañana!…