De política y cosas peores

Armando Fuentes

27/09/17

«Dime, Rosilí: ¿eres virgen?». Esa solemne pregunta le hizo el joven Leovigildo a su novia antes de proceder a la consumación del matrimonio. «Dime tú-replicó ella con enojo-: ¿vinimos a que me reces o a que me folles?»… En la junta de vecinos arriesgó tímidamente don Martiriano: «Yo opino.». «¡Tú cállate! -le ordenó su fiera cónyuge, doña Jodoncia-. Cuando queramos saber tu opinión yo te la diré». Una de las primeras picardías que aprendí de niño -aparte, claro, de la muy escatológica del cachetón del puro- fue aquélla en que se comprometía el decoro de doña Josefa Ortiz de Domínguez, ínclita y ubérrima heroína de la Independencia. Su efigie aparecía en la moneda de 5 centavos, que por eso se llamaba «pepa», como la Constitución de Cádiz. Le entregábamos a algún amigo nuestro un quinto -también así eran llamadas tales monedas de cobre-, y le pedíamos que buscara en él los calzones de doña Josefa. Hacíamos eso al modo de los infantiles guías que proyectan con sus espejos un rayito de sol en el rugoso tronco del Árbol del Tule, en Oaxaca, y les muestran a los regocijados turistas las bubis de Olga Breeskin o las pompis de Lyn May. Buscaba y rebuscaba el amigo los choninos de la ilustre dama, y en ninguna parte de la moneda hallaba la semejanza de esa prenda. Se la quitábamos entonces -la moneda, no la prenda- y le decíamos con burla: «¿A poco creías que por 5 centavos doña Josefa te iba a enseñar los calzones?». Traigo esa ingenua memoria a colación para decir que en cosas de dinero hay que tener mucho cuidado. Por estos días los partidos políticos compiten entre sí para ver cuál de ellos da una cantidad mayor a los damnificados por los terremotos, y con anticipación mayor. Las llamadas prerrogativas que los partidos reciben -es decir la lana que se les entrega después de quitárnosla a nosotros- derivan de un precepto contenido en la casuista Constitución que nos rige, madre ley a la que únicamente le falta reglamentar -pues esa Carta Magna parece reglamento municipal- la forma en que se deben manejar las heces que los perros depositan con canina generosidad en parques públicos y calles. Es plausible la intención de los partidos de dar ese dinero, aunque no sea suyo, sino de los ciudadanos. Pero deben hacerlo con respeto a la ley, la cual ni siquiera en nombre de una buena causa se puede vulnerar, pues eso abre la puerta a que el día de mañana la ley se viole por una causa mala, o por cualquier causa. Parece extremoso el apotegma jurídico que dice: «Fiat lex et pereat mundus». Cúmplase la ley aunque se acabe el mundo. Sin embargo el apartarse de ella conduce a males de todo orden. Busquen los partidos algún modo de dar ese dinero sin hacer lesión a la legalidad. Seguramente lo hallarán, pues son expertos en manipular la ley. El padre Arsilio se enteró de que una pareja de esposos había llegado a vivir en el pueblo. Eso no habría tenido nada de particular de no ser porque el señor y la señora tenían 15 hijos. Los visitó ese mismo día y les dijo con férvido entusiasmo: «¡Benditos sean ustedes, que cumplen la enseñanza del Señor;  Creced y multiplicaos , y no recurren a los medios de control natal que la Santa Madre Iglesia prohíbe! Por eso, por ser tan buenos católicos, les extiendo a nombre del Santo Padre una indulgencia de 100 días por cada uno de sus 15 hijos, más una estampita de San Antonio, patrono de la pureza, la castidad y la continencia». «Perdone usted -respondió apenado el señor-. Debo decirle que ni mi esposa ni yo somos católicos. Pertenecemos a la Iglesia de la Tercera Venida». «¡Santo Cielo! -exclamó entonces el padre Arsilio levantando los brazos al cielo-. ¡He venido a caer en la casa de unos maniáticos sexuales!». FIN.»Dime, Rosilí: ¿eres virgen?». Esa solemne pregunta le hizo el joven Leovigildo a su novia antes de proceder a la consumación del matrimonio. «Dime tú-replicó ella con enojo-: ¿vinimos a que me reces o a que me folles?»… En la junta de vecinos arriesgó tímidamente don Martiriano: «Yo opino.». «¡Tú cállate! -le ordenó su fiera cónyuge, doña Jodoncia-. Cuando queramos saber tu opinión yo te la diré». Una de las primeras picardías que aprendí de niño -aparte, claro, de la muy escatológica del cachetón del puro- fue aquélla en que se comprometía el decoro de doña Josefa Ortiz de Domínguez, ínclita y ubérrima heroína de la Independencia. Su efigie aparecía en la moneda de 5 centavos, que por eso se llamaba «pepa», como la Constitución de Cádiz. Le entregábamos a algún amigo nuestro un quinto -también así eran llamadas tales monedas de cobre-, y le pedíamos que buscara en él los calzones de doña Josefa. Hacíamos eso al modo de los infantiles guías que proyectan con sus espejos un rayito de sol en el rugoso tronco del Árbol del Tule, en Oaxaca, y les muestran a los regocijados turistas las bubis de Olga Breeskin o las pompis de Lyn May. Buscaba y rebuscaba el amigo los choninos de la ilustre dama, y en ninguna parte de la moneda hallaba la semejanza de esa prenda. Se la quitábamos entonces -la moneda, no la prenda- y le decíamos con burla: «¿A poco creías que por 5 centavos doña Josefa te iba a enseñar los calzones?». Traigo esa ingenua memoria a colación para decir que en cosas de dinero hay que tener mucho cuidado. Por estos días los partidos políticos compiten entre sí para ver cuál de ellos da una cantidad mayor a los damnificados por los terremotos, y con anticipación mayor. Las llamadas prerrogativas que los partidos reciben -es decir la lana que se les entrega después de quitárnosla a nosotros- derivan de un precepto contenido en la casuista Constitución que nos rige, madre ley a la que únicamente le falta reglamentar -pues esa Carta Magna parece reglamento municipal- la forma en que se deben manejar las heces que los perros depositan con canina generosidad en parques públicos y calles. Es plausible la intención de los partidos de dar ese dinero, aunque no sea suyo, sino de los ciudadanos. Pero deben hacerlo con respeto a la ley, la cual ni siquiera en nombre de una buena causa se puede vulnerar, pues eso abre la puerta a que el día de mañana la ley se viole por una causa mala, o por cualquier causa. Parece extremoso el apotegma jurídico que dice: «Fiat lex et pereat mundus». Cúmplase la ley aunque se acabe el mundo. Sin embargo el apartarse de ella conduce a males de todo orden. Busquen los partidos algún modo de dar ese dinero sin hacer lesión a la legalidad. Seguramente lo hallarán, pues son expertos en manipular la ley. El padre Arsilio se enteró de que una pareja de esposos había llegado a vivir en el pueblo. Eso no habría tenido nada de particular de no ser porque el señor y la señora tenían 15 hijos. Los visitó ese mismo día y les dijo con férvido entusiasmo: «¡Benditos sean ustedes, que cumplen la enseñanza del Señor;  Creced y multiplicaos , y no recurren a los medios de control natal que la Santa Madre Iglesia prohíbe! Por eso, por ser tan buenos católicos, les extiendo a nombre del Santo Padre una indulgencia de 100 días por cada uno de sus 15 hijos, más una estampita de San Antonio, patrono de la pureza, la castidad y la continencia». «Perdone usted -respondió apenado el señor-. Debo decirle que ni mi esposa ni yo somos católicos. Pertenecemos a la Iglesia de la Tercera Venida». «¡Santo Cielo! -exclamó entonces el padre Arsilio levantando los brazos al cielo-. ¡He venido a caer en la casa de unos maniáticos sexuales!». FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Variaciones opus 33 sobre el tema de Don Juan. Por la noche Doña Inés se le aparece en sueños a Don Juan. Lleva su hábito blanco de novicia; luce una corona de flores azulinas y muestra en la mano derecha la palma de los mártires. Don Juan siente vergüenza al verla. No olvida que la sedujo con su untuosa labia de galán. Pero ella no le reprocha nada. Lo mira nada más. En silencio pone en su seductor una mirada de tristeza y de piedad. Entonces Don Juan despierta, y el resto de la noche no puede ya dormir. Siente un remordimiento que le quema el alma igual que llama ardiente. En silencio le pide perdón a Doña Inés por haberle arrebatado la inocencia.  ¡Qué diera el sevillano por volver a los días en que conoció a esa bellísima doncella! La habría hecho su esposa; con ella tendría hijos que les darían nietos; junto a ella habría llegado al fin del caminar. Pero eso, que pudo ser, no fue. Ahora sabe Don Juan que Don Nadie es más feliz que él. Desgraciadamente, piensa al salir del sueño, lo aprendió demasiado tarde. ¡Hasta mañana!…