De política y cosas peores

Armando Fuentes

11/09/17

«A mi mujer no le gusta el sexo -le comentó el joven recién casado a su padre-. En los meses que llevamos de casados solamente una vez por semana me permite que le haga el amor. A veces pienso que me casé con una monja». «¡Uh! -replicó el señor-. Si a esas vamos entonces yo estoy casado con la madre superiora»… Himenia Camafría, madura señorita soltera, conoció en una fiesta a un médico joven y de buenas prensas físicas. Le dijo con un mohín de otoñal coquetería: «Debería usted compadecerse de mí. Sufro intensamente de sinusitis». Replicó el apuesto facultativo: «No advierto en usted ninguno de los síntomas de la sinusitis». «Sí, doctor -insistió la señorita Himenia-. Soy célibe y doncella. A mi edad sigo sin-usitis»… Impericio, ingenuo muchacho, se prendó de una muchacha bastante feíta pero que a él le parecía una beldad. Deseoso de gozar los encantos que sólo él veía le pidió consejo a un amigo. Le dijo: «Tengo un mes de llevar a Uglilia a cenar todas las noches y a bailar todos los fines de semana. Le he enviado flores; le he hecho regalos caros. ¿Crees que ya es tiempo de que le haga el amor?». «No -respondió el amigo, terminante-. Ya le has hecho demasiados favores»… La belleza de nuestro país es inconmensurable. Únicamente los mexicanos no sabemos apreciarla. Vienen los extranjeros y se extasían ante las múltiples maravillas que tenemos, tanto de la naturaleza como hechas por los hombres. La inseguridad reinante no basta a desanimar los turistas, que siguen viniendo a México en oleadas. Los hoteles de playa se ven llenos, y a nuestras ciudades coloniales llega una multitud de viajeros ansiosos por conocer nuestro pasado. Eso no significa en modo alguno que debamos ceder en la lucha contra la criminalidad. Importa mucho la seguridad de quienes nos visitan, pero igualmente importa la seguridad de cada mexicano y cada mexicana. Usemos una manida frase y digamos que en el combate a la criminalidad ni un paso atrás. Pepito jamás había visitado una granja. Su papá lo llevó a una, propiedad de cierto amigo suyo, y éste le mostró al niño los pollos que criaba. Llegada la cena la esposa del granjero mató uno y se puso a desplumarlo. Pepito vio aquello y le preguntó con asombro: «¿Todas las noches tiene que encuerar a los pollos?»… Susiflor había llegado ya al «ta» (27 años; 28; 29; trein-ta). Decía con desconsuelo: «Hace muchos años mi mamá me habló de lo que hacen los pajaritos, pero hasta la fecha no he conocido ninguno». Babalucas entró en una papelería. Preguntó: «¿Tienen papel para difunto?». Respondió desconcertado el dependiente: «No conozco esa clase de papel». Babalucas fue a otra papelería: «¿Hay papel para difunto?». «De ése no tenemos» -le dijo con extrañeza la encargada. Babalucas preguntó en una tercera papelería: «¿Venden papel para difunto?». «No lo manejamos» -contestó, intrigado, el dueño. Regresó Babalucas a su casa y le informó a su esposa: «En ningún lado venden papel para difunto». «¡Ay, Babalucas! -alzó los ojos al cielo la mujer-. ¡Te dije papel parafinado !».La novia resultó más apasionada de lo que el novio suponía, y en la noche de bodas le hizo varias solicitudes amorosas: una demanda amorosa; dos demandas amorosas; tres demandas amorosas. El exhausto desposado obsequió ya con notorio esfuerzo la cuarta demanda, y al terminar de hacerlo dejó escapar un silbido al mismo tiempo de asombro y de cansancio. Hizo: «¡Fiu!». «¡Bueno! -se enojó la noviecita-. ¿Viniste a follar o a silbar?»… El hombre de la joyería le mostró un reloj al cliente. «Es muy bueno -le dijo-. Se da cuerda con el movimiento de la mano». «Entonces no lo compro -manifestó el señor-. Es para mi hijo adolescente, y lo podría encuerdar». FIN.

MIRADOR.
El viajero pasea por Granada. Con él va la luz; con él la sombra misteriosa de los recuerdos moros. Ni en Arabia, piensa el viajero, ha de haber una ciudad más árabe.
Siente sed el viajero. El viajero siempre tiene sed. Entra en una pequeña taberna y pide una bebida con bastante hielo.
-¿Usté es de México, verdá? -adivina el tabernero-.
Y hace la referencia obligada a la canción de Lara.
-También otro mexicano le cantó a su ciudad -dice el viajero-. Y saca de la memoria los cuatro versos de Francisco A. de Icaza:
«… Dale limosna, mujer,
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en Granada…».
El tabernero se encanta. Tras apuntar el mínimo poema le sirve al viajero una segunda copa.
-Es por la casa -dice-.
-Gracias, don Francisco -brinda el viajero.
-Me llamo Manuel.
Pero el viajero no se ha equivocado.
¡Hasta mañana!…