DE POLITICA Y COSAS PEORES

Armando Fuentes

28/07/2017

Aspasia, joven mujer de la vida que llaman galante, le contó a su amiga y colega Frinesina la experiencia que había tenido la noche anterior. «Me abordó en mi esquina un hombre guapo, bien plantado, y me preguntó el costo de mis servicios. Le informé que cobro 2 mil pesos por las tres cosas. (Nota del editor: Nuestros reporteros están investigando ya cuáles son esas tres cosas que en el cuento se mencionan, pues nuestro amable colaborador no supo decirlas). El joven manifestó que sólo traía 200 pesos, y le dije que por esa cantidad lo único que podía darle era un beso cachondón, y eso para que no se fuera en blanco. Aceptó mi oferta, pero quien me dio el beso fue él; un beso sabio, experto, y al mismo tiempo pasional, febril, comparado con el cual los que en el cine daban Clark Gable, Cary Grant o Robert Taylor eran tímidos ósculos de adolescente. Tres minutos quizá duró ese beso, mojado como noche de lluvia; ardiente como llama de infierno; lúbrico y voluptuoso igual que noche de Las Mil y una Noches. Al terminar el beso me sentí desfallecer. Las piernas me latían y se me abría el corazón -o al revés, ya no me acuerdo-; mi cuerpo estaba poseído por el deseo de la carne, e igual mi alma, pues en momentos como ése alma y cuerpo son una misma cosa». «¡Fantástica experiencia! -exclamó Frinesina con admiración-. Y tú ¿qué hiciste?» Respondió Aspasia: «¿Qué querías que hiciera? ¡Le presté los mil 800 pesos que le faltaban para lo otro!». Todo indica que puede más la corrupción anti fiscal que el Fiscal Anticorrupción. Los llamados representantes populares, que a nadie representan aparte de a sus partidos y su propio interés, se muestran remolones, perezosos, cuando se trata de dictar leyes y crear instituciones que pongan freno a la corrupción, maligna lacra que ha pervertido hasta la entraña la vida nacional. En México callan leyes cuando hablan reyes; quiero decir que el poder político priva sobre el orden jurídico. Los gobernantes se sienten absolutos, o sea absueltos de cumplir la ley, y piensan que ésta se hizo únicamente para los gobernados. De ahí la rampante corrupción que se observa en todos los ámbitos de la actividad pública, y de ahí la falta de decisión para combatir esa nocivo mal que tantos y tan graves daños causa a este país. La suegra: «No quiero conocer las cataratas del Niágara en esta forma». El yerno: «La experiencia será muy interesante, suegrita. Ande, métase en el barril». Un individuo pasó frente a la Óptica «Homer & Milton» y vio en el escaparate un par de lentes con un letrero que decía: «¡Únicos! ¡Maravillosos! ¡Increíbles!». La curiosidad, ese defecto -o virtud- que por un lado lleva a mirar a través de la cerradura y por el otro a descubrir América, lo movió a entrar en la tienda. Le preguntó al optometrista: «¿Qué tienen esos lentes de increíbles, maravillosos y únicos?». Respondió el hombre: «Póngaselos y verá». Se caló las gafas el señor y con asombro vio que a través de los cristales de aquellas singulares antiparras todas las personas se veían desnudas. Salió a la calle para probarlas, y pudo ver al natural los cuerpos de las hermosas mujeres que pasaban. Pagó sin vacilar el alto precio que el óptico pedía por esos prodigiosos espejuelos, y con ellos puestos se encaminó a su casa. Al llegar vio a su esposa y su compadre en la sala. A través de los cristales los miró desnudos, claro. Les dijo con orgullo: «Prueben estos lentes». Se los quitó para mostrárselos, y vio con asombro algo que lo sorprendió bastante: su mujer y el compadre seguían desnudos. «¡Carajo!» -exclamó con enojo-. ¡Acabo de comprar estos malditos lentes y ya se descompusieron!». FIN.

MIRADOR

Un fantasma aparece cada noche en nuestra casa del Potrero de Ábrego.
Debe tener la misma edad de la casona, pues al igual que ella se mira fatigado, y cruje a cada paso como si se fuera a caer. No nos asusta ya, por eso, y hemos llegado a quererlo igual que a un miembro más de la familia.
Hace unas noches quise platicar con él. A fin de no asustarlo con la luz del foco encendí una vela -le es más familiar-, y a su débil fulgor inicié la conversación. Le pregunté de quién era fantasma. ¿De algún abuelo o bisabuelo? ¿De algún remoto antepasado cuyo nombre ni siquiera recordamos ya?
No respondió. Los fantasmas generalmente no responden; son casi siempre silenciosos. Se levantó del sillón donde se había sentado y se dispuso a irse. Antes, sin embargo, sopló sobre la vela para apagarla. No se apagó la vela, como si el aire del fantasma fuera igualmente fantasmal. Callado, callado siempre se alejó y se perdió en la oscuridad de las habitaciones.
Me dispuse a ir a la cama. Quise apagar la vela con un soplo. Tampoco se apagó.
¡Hasta mañana!…