De política y cosas peores

Armando Fuentes

21/06/17

En la mañana siguiente a la noche de bodas la novia tomó el teléfono y pidió a room service del hotel que les llevaran a ella y a su esposo el desayuno al cuarto. «Yo quiero -dijo- un plato de fruta con melón, papaya, plátano, sandía, piña y fresas; tres huevos estrellados con bastante tocino; pan tostado con mantequilla y mermelada; un jugo de naranja grande; una jarra de café negro y una canasta con media docena de piezas de pan dulce. A mi marido tráigale una hoja de lechuga y una zanahoria». Preguntó con asombro el encargado: «¿Solamente una hoja de lechuga y una zanahoria?». «Sí -confirmó la muchacha-. Quiero ver si también come como conejo». En la naturaleza del Leviatán está espiar a sus enemigos. El Estado, según Hobbes lo imaginó, es una criatura viviente, y tiene instinto de conservación igual que todas las criaturas. Para seguir viviendo necesita conocer aquello que lo amenaza, y adelantarse a los designios de quienes pueden atacarlo. Todos los gobiernos mantienen servicios de inteligencia -vale decir de espionaje-, y someten a vigilancia permanente a sus adversarios. Al hacerlo el Estado no reconoce límites legales: su supervivencia está por encima de la ley. Desde luego tal cosa no justifica acciones que sólo Maquiavelo habría admitido como válidas. En los hechos, sin embargo, así sucede, y es empresa inútil pedirle a Leviatán que no espíe. Si somos realistas reconoceremos esa realidad, y quienes por razón de nuestro oficio o actividad estamos frente al monstruo seremos cuidadosos de la manera en que nos comunicamos, pues sabremos que nos vigila y recoge nuestras palabras para usarlas en nuestro daño cuando le convenga. ¿Que eso es ilegal? Claro que lo es, pero tal ilegalidad no importa nada a esa criatura que busca sobre todo mantenerse, y mantener su poder. Lo demás para ella son nimiedades. Nuestras protestas son nimiedades. Negará que espía, y mientras lo hace seguirá comprando y usando dispositivos para espiar. Eso está en su naturaleza. Quien no lo reconozca así será tan inocente que ni siquiera merecerá el honor de ser espiado. El Sabio de la Montaña estaba meditando en su caverna cuando lo sacó de su meditación un retintín como de cascabeles. Quien tal sonido producía era un hombre joven que se acercaba llevando atadas a los tobillos unas campanitas que sonaban al paso del mancebo. Se prosternó el recién llegado ante el Sabio de la Montaña; abatió la frente hasta tocar con ella el polvo de la tierra y le rogó que lo escuchara en confesión. «Levanta, hijo -le pidió el santo varón-. Oiré tus culpas y extenderé sobre ellas el piadoso manto del perdón y la misericordia. Pero antes dime: ¿por qué llevas esas campanitas con las que haces tanto ruido al caminar?». «De ti he aprendido -respondió el muchacho- a respetar la vida en todas sus manifestaciones. Temo pisar inadvertidamente a alguna pequeña criatura -una hormiguita, un gusanito-, y para evitar esa desgracia llevo estas campanitas a fin de advertirles del peligro y que se aparten para no pisarlas». «Loable preocupación es ésa -lo felicitó el anciano-. Ahora cuéntame tus culpas». «Maestro -empezó el joven bajando la cabeza, avergonzado-, soy hombre pecador. Estoy poseído por la lujuria. Mi lubricidad y concupiscencia no reconocen límites. Con infinita pena te confieso que aprovechándome de la confianza que me dispensaste al permitirme entrar en tu morada embaracé a tu hermana Raxa, a tu tía Zoldaima, a tu comadre Tevya y a tus sobrinas, Mada, Leya, Mizka, Loxa y Ruska». «¡Grandísimo cabrón! -estalló en paroxismo fúrico el Sabio de la Montaña al escuchar aquello-. ¡En la picha te hubieras puesto las campanitas, desgraciado!». FIN.

MIRADOR

Este árbol de chabacano es muy humilde, tanto que ni siquiera sabe que su nombre es albaricoquero.
Está siempre olvidado en un rincón del huerto. No llegan a él los regadores, y vive sólo del agua que le envía la piedad del cielo. Y es viejo, como lo muestran su nudoso tronco y sus torcidas ramas.
Aun así cada año nos regala sus frutos, cada uno de ellos un pequeño sol de terciopelo y miel, un pomo de perfume, una suave redondez de un color entre rojo, anaranjado y amarillo que ningún pintor puede imitar.
Hemos llenado un canastillo con los chabacanos que el anciano árbol nos dio. Están ahora sobre la mesa de la cocina, y su aroma llega a todos los rincones de la casa. Sentiré pena al morder uno de los hermosos frutos, pero el deseo de gozar su dulzor será tan grande que no podré resistir la tentación.
Me comeré un chabacano, pues, y eso será como gustar una probadita del paraíso que habitaron Adán y Eva. Iré luego a pedirle perdón a ese árbol humilde que olvida nuestro olvido y nos enseña la lección de dar aunque no te den.
¡Hasta mañana!…