De política y cosas peores

Armando Fuentes

20/06/17

Tenía yo 5 años cuando vi llorar a Dios. Quiero decir que vi llorar a mi papá, y a esa edad ver llorar a tu papá es como ver llorar a Dios. Lo recuerdo como si fuera mañana. Estaba yo jugando en el zaguán; se abrió la puerta de la calle y entró mi padre. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Me tomó en sus brazos y me estrechó con fuerza. Su llanto me mojó la cara. Le pregunté, asustado: «¿Por qué lloras?». Me respondió con un gemido: «Murió papá Nano». Papá Nano era su padre, don Mariano Fuentes Narro. En tres días se lo llevó una pulmonía. Salió de noche en mangas de camisa a dar algunos pasos después de cenar, y el afilado viento que venía del callejón del Caracol se le clavó en el pecho como daga. La mañana siguiente ya no se pudo levantar. Inútiles fueron los cuidados del doctor Amarillas, el médico de casa. Cuando mi abuelo vio que la muerte asomaba ya por la ventana hizo llamar al buen padre Secondo, su amigo y confesor, y le pidió que lo ayudara a tramitar su pasaporte. Así le dijo. Murió horas después. Lo velaron ahí mismo, en la casa, según era costumbre en aquel tiempo. De eso han pasado más de 70 años, y aún no puedo entrar en la sala sin ver el ataúd, y alrededor, en las sillas de Viena, el corro de mujeres enlutadas que rezan el rosario y dicen una y otra vez: «Dale, Señor, el descanso eterno, y luzca para él la eterna luz». Fue entonces cuando supe que había muerte. Pensé que esa cosa tan extraña no era algo de todos los días. Ahora sé que es algo de todos los días. Si no llega hoy llegará mañana, y siempre volverá. Es asidua visitante. En eso se pasa la vida la muerte: en regresar. Con los años volvería por mi padre. Entonces lloraría yo, y mis lágrimas serían las mismas que él lloró. También el río de las lágrimas regresa. En otra ocasión diferente lo vi llorar, pero muy otras lágrimas. Así como hay lágrimas amargas -casi todas- también las hay gustosas. Mis padres eran de condición modesta. Nada faltaba en nuestra casa, pero tampoco sobraba nada. El paseo de los domingos consistía en ir a ver los aparadores de las tiendas del centro de Saltillo. Una de esas veces pasamos frente al escaparate de la Librería Martínez, la de más tradición en la ciudad. Había ahí una decena de pequeños cuentos de los publicados por Calleja. En las portadas coloridas se leían sus nombres: «El gato con botas»; «El sastrecillo valiente»; «Riquet el del jopo». No los he olvidado. Yo ya sabía leer, aunque aún no había entrado a la escuela. Le pedí a mi papá: «¿Me compras uno?». Uno solo de aquellos lindos cuentos cumpliría mi sueño. Respondió él con las mismas palabras que usaba siempre para dar respuesta a nuestras peticiones: «Ya veremos». Al día siguiente, al regresar de su trabajo, me puso en las manos un pequeño paquete. Lo abrí: no era uno de aquellos cuentos: eran los diez. Me eché en sus brazos: «¡Papá, qué bueno eres!». Cuando me separé del abrazo vi que tenía los ojos arrasados de lágrimas. Mi gratitud de niño lo había conmovido. Fueron esas dos veces las únicas que vi llorar a mi padre. Una lloró de tristeza; la otra de ternura. Supongo que así debe llorar Dios por nosotros los hombres, sus pequeños hijos. A veces lo entristecemos; lo enternecemos otras. Pero quién sabe. Estoy hablando de memoria, sin saber nada acerca de lo que verdaderamente importa. Lo que pasa es que escribo para no tener que llorar, si me perdonan ustedes el melodramatismo. Casi siempre lloramos por las cosas idas. Más acertados andaríamos si lloráramos por las cosas que vendrán. En fin, de algo tenía que escribir hoy, y a falta de otro asunto más importante escribí acerca de las veces que vi llorar a Dios. FIN.

MIRADOR

Muy pocos habrán oído hablar de los arimaspos. En su copioso Diccionario del Mundo Clásico el padre Errandonea les dedica apenas seis renglones.
Los arimaspos eran un pueblo legendario que habitó en la región donde ahora se encuentra Novgorod. Los autores antiguos, Plinio entre ellos, dicen que tenían un solo ojo, como Polifemo, y que eran belicosos y pugnaces. Vivían en perpetua guerra con los grifos, mezcla de león y águila, encargados de custodiar grandes tesoros que los arimaspos codiciaban.
La lucha entre esos dos feroces enemigos no ha acabado, ni terminará jamás. En algunos lejanos confines de Europa y Asia, cuando la noche es quieta y no se mueve en los árboles una hoja, es posible escuchar los golpes de las fuertes espadas de los arimaspos contra los grandes escudos de los grifos.
Combatirán por toda la eternidad, como los ángeles y los demonios en el cielo; como los hombres en la tierra. Cuando unos tienen grandes tesoros y otros los codician su lucha será eterna.
¡Hasta mañana!…