De política y cosas peores

Armando Fuentes

14/03/17

Vieja calle de General Cepeda, en el antiguo barrio de Santiago. Niña del Ojo de Agua de Saltillo, la calle baja serpenteando, traviesa, desde lo alto del cerro donde la gente pobre vive. Aún recuerda el curso que le trazó el arroyo que luego se hizo acequia y después se hizo nada. Vieja calle de General Cepeda. Mi mundo es una hilera de casas, todas mías por el derecho de propiedad que da el recuerdo. Aquí, en ésta cuya ornada puerta conserva sus vidrios de colores, vivió Felipe Sánchez de la Fuente cuando aún no era don Felipe. ¿O lo era ya? Joven -porque también fue joven-; estudiante de primer año de Leyes, hacía reír a las lindas muchachas de su edad porque les hablaba de usted, ceremoniosamente: «¿Se encuentra usted bien, amable señorita?». Y ellas, dándole una familiar palmada en el pecho: «¡Ay, Felipe! ¡Tú siempre con tus cosas!». Paso por esa esquina en las mañanas, muy temprano. Amanece, y el Sol asoma por el picacho de la sierra de Zapalinamé. Alambica su luz en los coloridos cristales de la casa y pinta con un mágico iris la pared de enfrente. Yo vi eso hace una eternidad, cuando iba a la misa de escolares en el templo de San Juan Nepomuceno, y lo vuelvo a ver ahora. Es el mismo Sol y son los mismos vidrios. Aquí lo efímero y lo eterno tienen la misma duración. En esa otra casa, que casi no se atreve a ser casa, vivió aquella señora pequeñita, feúcha. Tiene dos cuartos amoblados con pobreza vergonzante. ¿Es pobre esa señora? No. Es rica, riquísima, porque tiene un hijo. El hijo no es fruto matrimonio. Es fruto vida, y eso cuenta más. Ella conoció a un hombre -un solo hombre, un solo día- y la vida dio testimonio de ese encuentro con un hijo que es ahora toda la vida de su madre, y es su gloria. Pequeñita y feúcha, esa mujer es grande y es hermosa por su hijo. Cuando va calle abajo con él -lo lleva de la mano- es la dueña del mundo, y no baja la vista por no tener marido, en ese tiempo en que ser madre sin esposo es baldón que convoca todas las ruindades. Yo soy amigo de ese niño. Su madre, que oye misa todos los días, pero no comulga, me lo agradece sin palabras. Cuando voy a su casa se encamina de inmediato a La Muralla, la noble panadería de don Leoncio, y compra el pan para la merienda. Ella y su hijo sólo meriendan cuando voy yo de visita. Acá, en aquella casa con fachada pretenciosa, vive la Emperatriz del Catre. Así le dicen las vecinas a esa mujer altiva que se maquilla estrepitosamente y viste ropa mejor que la de ellas. Su esposo sale a trabajar temprano y ella recibe a maduros caballeros que llegan escurridos a su casa, como si quisieran ser invisibles. Frente a la de mi familia vivieron Jorgito de la Peña y su hermana Marina. Es el Saltillo de los años cuarentas. A los homosexuales se les llamaba siempre por el diminutivo de su nombre: Jorgito, Robertito. Este Jorgito es muy sensible. Toca en el piano los boleros de Lara, y los toca igualito que el Músico Poeta. En su casa hay tertulias donde se canta y se recita, pero los vecinos no asisten porque Jorgito es lo que es, y Marina también. En estos dos hermanos la naturaleza, esa impredecible jugadora de ajedrez, hizo un extraño enroque: él es ella y ella es él. A los saraos de Jorgito y su hermana acuden otros y otras que son como ellos. Está presente también la intelectualidad local, que es amplia de criterio y no se fija en esas cosas. Se cierran los postigos de las ventanas, pero la sala donde está el piano da a la calle, y se oyen las canciones y las risas. Yo he cenado esta noche en la casa del abuelo. Mi tía Conchita, soltera ella e Hija de María, me lleva de la mano a la casa de mis padres. Escucho aquella música, preciosa. «¿Quién toca el piano tan bonito, tía?». Y ella, apresurando el paso: «Nadie, Armandito; nadie». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Llegó sin anunciarse y dijo:
-Soy el número uno.
Contesté:
-Lo reconozco. Y me reconozco en usted: todos creemos ser el número uno. Eso es parte de nuestro instinto de conservación. La humildad está bien en un convento, pero no sirve mucho en los combates de la vida. Cada persona, por insignificante que sea, es el centro del mundo, pues todo se da en torno de ella. De ahí la dignidad de cada hombre, de cada mujer, de cada anciano o niño. Todos son el número uno, y así debemos tratarlos a todos, de igual a igual. Tú eres el número uno, y yo también.
Dijo el número uno:
-No entiendo sus elucubraciones, pero repito que yo soy el número uno.
-Quizá lo sea -respondí-, pero sólo uno más entre los incontables unos que en el mundo hay. Si usted no acepta eso es que no tiene calidad para ser el número uno.
No dijo más. Se fue refunfuñando. Eso me hizo pensar que no tenía derecho a ser el número uno.
¡Hasta mañana!…