DE POLITICA Y COSAS PEORES

Aramando Fuentes

05/03/2017

Decía un cierto señor, señor muy cierto: “El estado civil perfecto es la viudez”. Y añadía: “No importa que yo sea el muerto”. Muchas viudas pueden volver a casarse porque los muertos no hablan. En cambio a muchos viudos se les dificulta volver a tomar estado porque las muertas ya hablaron. Un hombre célibe contrajo matrimonio con una viuda. A poco el desposado se quejó de su mujer con un amigo: “Se la pasa hablando de cómo era su primer marido”. Le sugirió el otro, inteligente: “Tú háblale de cómo será tu segunda esposa”. Enviudó un feligrés del padre Arsilio. Al poco tiempo le informó al sacerdote que se iba a casar de nuevo. “Pero, hijo -se azaró el párroco-. Tu esposa falleció hace apenas cuatro meses”. “Sí, señor cura -admitió el otro-. Lo que pasa es que el rencor no me duró mucho”. Todo eso que he narrado sirve de prefación o exordio para contar lo que le sucedió a un buen hombre llamado don Solicio. Luego de varios años de viudez conoció a una señora, viuda como él, de excelentes prendas personales, tanto de las visibles como de las que no se ven, y que tampoco dejan de importar bastante. La cortejó con discreción, y ella recibió de buen grado el galanteo. Había un obstáculo, no obstante, para la unión de aquellas dos almas que iban solas por el camino de la vida. ¡Ah! ¡Cuán duro y fatigoso se vuelve el existir si al latido del propio corazón no se une otro latido! La senda se llena de cardos y de ortigas; las noches y los días. (Nota de la redacción. Nuestro apreciado colaborador se extiende por 16 fojas útiles y vuelta en la descripción de los pesares de la vida en soledad, descripción que, aunque elocuente e interesante, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio). ¿Cuál era el óbice para que don Solicio desposara a aquella dama de tan buenas cualidades? El problema es que el señor tenía un hijo que se oponía a que su padre contrajera un nuevo matrimonio. Decía que su oposición se fincaba en el respeto a la memoria de su madre, pero lo cierto es que había hecho cálculos de herencia y otras sórdidas lucubraciones que lo llevaron a estorbar el anhelo de su padre de formar un nuevo hogar. Don Solicio aducía tímidamente: “Tu madre me rascaba la espalda muy sabrosamente, y ahora no tengo ya quién me la rasque”. Replicaba el hijo: “Cómprate un rascador. Los hay muy buenos, hechos de plástico, bambú, aluminio, carey, madera, piuter, fibra de vidrio y otros diversos materiales tanto sintéticos como naturales”. Argumentaba luego don Solicio: “Por las noches siento frío”. El hijo respondía: “Consíguete una cobija eléctrica. Las hay de las prestigiadas marcas Samson, Soft Heath, Serta y Select Comfort”. Así pues el desdichado viudo hubo de postergar sus intenciones de connubio, pese a que cada vez que veía a Pompinela -así se llamaba la apetecible viuda- se le alborotaban regiones de su cuerpo de las cuales casi se había olvidado ya. Pasaron unos meses, y cierto día el hijo de don Solicio le dijo a su papá que quería hablar con él. “Padre mío -empezó grave y solemne-. He llegado a la edad en que la naturaleza me demanda buscar compañía de mujer. Non est bonum esse hominem solum. No es bueno que el hombre esté solo. Lo dice el Sagrado Libro (Gen. 2:18). Tengo novia, y voy a casarme con ella. Para subvenir a los gastos de la boda y de mis primeras décadas de casado necesito tu apoyo económico”. “¡No cuentes con él, cabrísimo grandón! -le contestó furioso don Solicio-. ¡Cómprate un rascador de espalda y una cobija eléctrica!”. FIN.

Mirador

Historias de la
creación del mundo
Dios hizo al hombre y la mujer, y los puso en el paraíso terrenal.
Luego -luego luego- la mujer y el hombre desobedecieron al Señor, y éste los expulsó del paraíso.
Adán y Eva inventaron entonces su propio paraíso. Por las noches lo gozaban, y lo encontraban aún mejor que el otro.
Eso irritó más al Creador, que en aquel tiempo era muy irritable. Se aplicó entonces concienzudamente a crear castigos para sus rebeldes hijos: Babel; el Diluvio; fuego del cielo; diversidad de plagas; el infierno; etcétera, etcétera, etcétera.
Los hombres y las mujeres, sin embargo, siguen gozando el paraíso que nuestros primeros padres inventaron.
Eso consuela a los humanos, siquiera sea por instantes, de los mil males que sobre ellos caen.
A los administradores de Dios no les gusta ese paraíso.
Se resignan, sin embargo, a su existencia.
Y en su interior confiesan que también a ellos les gustaría disfrutarlo.
¡Hasta mañana!…