De política y cosas peores

Armando Fuentes

30/03/16

Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, encontró novio por fin, y disfrutaba, extática, la novedad de sus caricias. Una noche el galán se atrevió a más, y empezó a besarla en el cuello. Para explicar su audacia le dijo a Celiberia: «Los besos, amada mía, son la voz del amor». Contestó ella respirando agitadamente: «¡Entonces háblame más bajo!».La paciencia es una virtud que admiras en el conductor que está atrás de ti y que odias en el que está delante de ti. Aquel tipo repetía una y otra vez en la cantina: «¡Soy un pendejo! ¡Soy un pendejo!». El cantinero le preguntó: «¿Por qué dice eso, amigo?». Relató el individuo: «Conocí a una señora guapísima. Me invitó a ir a su departamento aprovechando que su marido había salido de la ciudad. Estábamos en la cama cuando se oyó que alguien abría la puerta de la calle. «¡Mi marido!» -se espantó la mujer. Lo único que pude hacer para esconderme fue colgarme del borde de la ventana. Entró el hombre, vio mis manos y empezó a empujarlas para hacerme caer. Yo me agarré desesperadamente al marco. Trajo un martillo y me golpeó con él los dedos. Resistí, y seguí agarrado de la ventana. Trajo una olla de agua hirviendo y me la arrojó. Luego me golpeó en la cabeza con un bate de beisbol. Aun así logré sostenerme. En eso unas señoras que pasaban me vieron colgado así de la ventana, sin ropa. Llamaron a la policía y fui a dar a la cárcel. Ahí estuve seis meses. Hoy salí. ¡Soy un pendejo!». «No diga eso-trató de consolarlo el cantinero-. A cualquiera le puede suceder algo parecido». «Sí -contestó el tipo echándose a llorar-. ¡Pero hasta hoy que salí de la cárcel recordé que el departamento de esa señora está en el primer piso. ¡Todo el tiempo estuve colgado a cinco centímetros del suelo!»…Viví mis años de estudiante en la Ciudad de México. De eso hace mucho tiempo en el calendario; en el recuerdo fue ayer. Era yo muy rico: lo único que no tenía era dinero. Mis estrecheces económicas eran magníficas. No me faltaba para comprar libros, pero a veces no tenía para comer. En más de una ocasión pasé los últimos días del mes tomando taza tras taza de café por único alimento, mientras llegaba la mesada que mi heroica madre, doña Carmen, me enviaba para sostener mis estudios. Ganaba ella 300 pesos como bibliotecaria de la Escuela Normal Superior; 300 pesos me mandaba. Y sin embargo en aquellos días todo era muy claro: claros mis pensamientos y mis sentimientos; claras mis utopías -no sé qué escrúpulo tonto me impidió escribir: «claros mis sueños»-; claras las mañanas, y el mañana claro. Y clarísimo el cielo de la Ciudad de México. Viví en muchos rumbos de la hermosa Capital: en el Centro Histórico, calle de Mesones; en Narvarte, calle de Monte Albán; en la Colonia Roma, calle de Coahuila; en Álamos, calle del 5 de Febrero y luego de Navarra; en Mixcoac, calle de Carracci. Desde todos esos puntos era posible ver todos los días la espléndida belleza de los volcanes. ¿Qué se hizo esa claridad? Mis claridades ¿qué se hicieron? Ni siquiera sé si esas preguntas doloridas tengan contestación. La enfermera Clisteria se quejó con el sindicato: el director del hospital había usado con ella una expresión impropia. La Comisión de Honor y Justicia fue a hablar con el doctor. ¿Qué le había dicho a la enfermera que tanto la ofendió? «Déjenme contarles -empezó a relatar el médico-. Anoche tuve una operación dificilísima que duró hasta las 2 de la mañana. Llegué a mi casa, y estaba durmiendo profundamente cuando sonó el teléfono, a las 5. Era la enfermera Clisteria. Me dijo que había un asunto urgente en el hospital que hacía necesaria mi presencia. Me levanté casi dormido; resbalé en el tapete; caí sobre el buró; quebré una lámpara y me hice una herida en la cabeza. Casi inconsciente me bañé. El agua salió hirviendo, salté y resbalé en el piso, con lo que me luxé una mano. Al rasurarme de prisa me hice una cortada honda en la barbilla. Salí rápidamente en mi coche y fui a chocar con el de un taxista que me hizo pagarle ahí mismo 3 mil pesos. Llegué a todo correr al hospital. Ahí la enfermera que se queja de mi lenguaje me informó cuál era el asunto urgente que requería mi presencia: se habían recibido 10 termómetros. ¿Qué debía ella hacer con ellos? ¿Dónde debía ponerlos? Lo único que hice fue decírselo». FIN.

MIRADOR

El afortunado viajero llega a Lagos de Moreno, Jalisco, alta ciudad entre las de los Altos.
Ahí encuentra dos sombras muy amadas. La primera es la de un boticario melancólico: Francisco González León. Oyó sonar las campanas de la tarde y escribió versos que luego resonaron en la poesía de Ramón López Velarde.
La otra sombra es la del padre Agustín Rivera. Fue cura liberal en un tiempo en que los curas odiaban a los liberales y los liberales odiaban a los curas. Le gustaba mucho andar en dimes y diretes; se trababa en polémicas desaforadas contra falsos gigantes que ni siquiera eran molinos de viento, sino puro viento.
En el bellísimo templo parroquial, en la recoleta rinconada que los laguenses conservan con amor, el viajero alcanza a rozar el alma de esa noble ciudad de hermoso cuerpo y espíritu elevado con tradición de mujeres cristianas y hombres cristeros. Cuando sale de Lagos al amanecer el peregrino siente que ha estado en uno de los más cordiales corazones de México.
¡Hasta mañana!…