De política y cosas peores

Armando Fuentes

29/03/16

Plaza de almas.

Dígame alguno de ustedes si la historia que en seguida voy a relatar es de amor. Yo, sinceramente, no lo sé. De historias conozco algo, pero de amor no mucho, y por tanto no puedo decir si lo que hoy narraré es una historia de amor o es sólo una gacetilla para la sección policíaca de los periódicos. En fin, rara vez el escritor se da cuenta de lo que escribe. Son las historias las que lo escriben a él. Pero vamos al grano. Este hombre tiene una tienda de abarrotes en una ciudad pequeña de provincia. ¿La época? Mediados del pasado siglo. El hombre que digo es solo. Así, «solo», era llamado en aquel tiempo el hombre soltero, aunque tuviera padres y hermanos. No los tenía ese hombre, pero sí años. Por los 60 debe haber andado. Actualmente 60 años no son muchos, pero en aquel tiempo eran bastantes. Lo ayuda en la tienda una dependienta. ¿Qué edad tiene esa mujer? Quién sabe. Lo mismo puede tener 30 que 50. Su edad es indefinida, igual que su rostro, inexpresivo siempre. Sus palabras son silenciosas; inmóviles sus movimientos. Es, y parece que no es. Está, y parece que no está. Si desapareciera nadie se daría cuenta de que no estaba ya en el mundo. Sería una grisura que se fundiera con otra grisura. Todos los días, al terminar la jornada del día -la puerta se cierra a las 9 de la noche- el abarrotero toma a la mujer en la trastienda. Hace 20 años la tomó por primera vez. Aquella noche la tumbó de espaldas sobre la costalera y ahí la poseyó. La mujer no dijo nada. No dio trazas ni de haber disfrutado la ocasión ni de haber sufrido por aquella embestida del macho. Se puso en pie en silencio; se arregló la ropa y dijo: «Hasta mañana». Lo mismo decía cada noche. Al día siguiente él la volvió a tomar, pero ahora no de frente, sino por atrás. Como que no quería verle la cara. Y es que después del coito de la noche anterior el abarrotero se puso a considerar las cosas y concluyó que él y la mujer no estaban casados. No debía tomarla, entonces, como toma un marido a su esposa. Además era la dependienta, y eso era casi como decir la criada. En adelante la tomaba como el perro a la perra, de bruces ella sobre los bultos o las cajas. Las cópulas eran rápidas y silenciosas. Con eso quiero decir que eran sórdidas. No se desvestían. Ella se levantaba el vestido; él se bajaba el pantalón. Para el hombre eso era como ir al baño; para la mujer era otra tarea que debía cumplir, igual que debía barrer la tienda y regar con agua el frente de la calle; lo mismo que quitar las telarañas de los techos. En un principio aquello era cosa de cada día. El abarrotero era todavía joven y robusto. Al paso de los años, sin embargo, el uso diario fue raleando, hasta que terminó por ser un rito semanal que se cumplía el sábado en la noche. Él hacía lo que hacía; ella lo dejaba hacer y luego, sin mirarlo, se despedía con un «Hasta el lunes» dicho en voz baja y que el hombre ni siquiera se tomaba la molestia de contestar. Un lunes la dependienta no se presentó a trabajar. Al siguiente día un sobrino de la mujer fue a informarle al tendero que su tía había muerto de repente. Él dijo con voz que el muchacho apenas pudo oír: «Está bien», y siguió envolviendo los alcatraces de arroz y atendiendo a los clientes que llegaban. Nadie notó ningún cambio en el abarrotero. Era callado y siguió callado; era hosco y siguió hosco. El lunes siguiente no abrió la tienda. El jueves los vecinos percibieron un olor malo y avisaron a la policía. Llegaron los gendarmes, abrieron la puerta a empellones y entraron. Tras ellos entraron las vecinas, curiosas, y la chiquillada del barrio. En la trastienda estaba el hombre, ahorcado. Se había colgado de una cuerda que ató a una viga del techo… Ahora díganme ustedes si ésta es una historia de amor o una sórdida nota de policía. Quizás es una sórdida historia de amor. O quizás hay amor hasta en la sordidez. Estoy seguro, sin embargo, de que ningún escritor vería en lo que acabo de contar un tema digno para escribir un cuento, o por lo menos una novela. Yo mismo no sé por qué escribí esto. Y lo escribí además con detalles que ni siquiera venían al caso, como aquel del perro y de la perra. FIN.

MIRADOR.
Si conoces a un niño, ámalo.
Si conoces a un anciano, compréndelo
Si conoces a un enfermo, consuélalo.
Si conoces a un solitario, dale tu compañía.
Si conoces a un débil, fortalécelo.
Todas esas cosas -niño, anciano, enfermo, solitario, débil- has sido o serás alguna vez.
Necesitarás entonces, amor comprensión, consuelo, compañía y fortaleza.
Da todo eso cuando te necesiten, y todo eso recibirás cuando lo necesites tú.
¡Hasta mañana!…