De política y cosas peores

Armando Fuentes

30/12/15

¡Mañana! ¡Sí, mañana aparecerá aquí «El chiste más pelado del año»! Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y le sobrevino una súbita epistaxis que la dejó descoñetada. Su médico de cabecera le trató ese accidente con emplastos de populeón hechos a base de hojas de adormidera, belladona y yemas de álamo negro mezcladas con manteca de puerco. De nada sirvió ese enérgico remedio: a cada rato la paciente caía en fanfurriñas que hacían temblar a los que estaban cerca. El esposo de doña Tebaida no sabía si ahorcar a su mujer o ahorcarse él. Por fortuna la ilustre dama cayó en un profundo sopor, y luego se quedó dormida. Cuando despertó 12 horas después se había olvidado de aquel infame cuento. Pidió un tazón de chocolate con tres conchas para sopearlas en el soconusco (así llama doña Tebaida al chocolate), seña de que no recordaba ya el relato que la desmadejó. Lean mis cuatro lectores, mañana, ese desaforado chascarrillo cuya sicalipsis supera a todos los que en el curso de este año han aparecido aquí. Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, tenía en su casa una criadita de profusa anatomía tanto en lo concerniente al tetamen como al nalgatorio. Una tarde sus amigas fueron a merendar, y no pudieron menos que notar los notables atributos orográficos de la muchacha, pues además ella hacía ostentación de sus prominencias, que agitaba y meneaba al caminar. Una de las amigas de doña Macalota le preguntó: «¿No te inquieta tener en la casa una mujer así? Podría gustarle a tu marido». «Y le gusta -contestó a doña Macalota-. Pero eso me conviene. A veces Chinguetas se olvida de mí, y la vista de la muchacha hace que se acuerde». El agente de seguros se entrevistó con don Cornulio. Quería venderle un seguro de vida. El presunto cliente, sin embargo, resistía todos los argumentos de venta. Finalmente el agente recurrió al resorte sentimental. Le dijo al renuente señor: «¿Se ha preguntado usted qué hará su esposa el día que usted emprenda el viaje que no tiene retorno?». Respondió don Cornulio: «Supongo que simplemente ya no se esconderá para hacer lo que hace ahora cuando emprendo viajes que sí tienen retorno». Tres caballeros de edad muy avanzada: don Languidio, don Geroncio y don Añilio, antiguos compañeros de cacerías, se encontraron después de mucho tiempo de no verse. Dijo, orgulloso, don Languidio: «Me casé hace unos meses con una joven de 25 años. Y no es por presumir, pero quiero que sepan que mi esposa ya está embarazada». Declaró don Geroncio, más ufano aún: «Eso no es nada. Yo me casé recientemente con una muchacha más joven que la tuya, pues tiene 20 años. Y han de saber ustedes que a los siete meses de casados dio a luz un robusto bebé de 4 kilos». Don Añilio no decía nada; oía a los otros y callaba. Le preguntaron: «Y tú, ¿no tienes nada qué contar?». «Claro que sí -contestó don Añilio-. Sólo que mi relato es diferente al de ustedes. He conservado el gusto por la cacería, y hace una semana fui a cazar conejos. Cuando llegué al sitio de la cacería me di cuenta de que no traía balas para mi rifle. El día estaba precioso, de modo que tomé mi bastón y eché a caminar por el prado, simplemente para gozar el paisaje. De pronto apareció un conejo. Por pura broma levanté el bastón e hice como que disparaba: ¡pum! Sorpresa: ¡el conejo cayó muerto! Lo recogí y seguí caminando. A poco vi otro conejo. Algo intrigado por lo que antes había sucedido levanté otra vez el bastón, apunté y fingí otra vez que disparaba. ¡Pam! El conejo cayó también. Yo estaba maravillado. Lo recogí y volví a caminar. Y he aquí que salió corriendo otro conejo. Sin esperar a que se detuviera le apunté con el bastón. ¡Paf! ¡Y el conejo rodó! Para no alargar el cuento, ese día maté ocho conejos con mi bastón». Se hizo un largo silencio. Y dijo don Geroncio: «No esperarás que te creamos eso, ¿verdad?». Respondió don Añilio: «Créanmelo en la medida en que esperan que yo les crea lo que me contaron. Yo también pensé al principio que estaba matando los conejos con mi bastón. Pero después me di cuenta de que, sin darme cuenta, detrás de mí venía un hombre joven que disparaba con su rifle. El mío, ya se los dije, no servía. Pero el de él sí». FIN.

MIRADOR

Era hombre, pensó, pero también los hombres -sobre todo si ya son viejos- tienen derecho a mirar hacia otro lado cuando el veterinario pone la inyección que hará dormir para siempre al perro que era su única compañía.
El pequeño animal tuvo un ligero estremecimiento y luego quedó quieto. Cesó su trabajosa respiración y se cerraron aquellos ojos que se volvían con súplica hacia su amo para preguntarle, como a Dios, por qué no se acababa aquel dolor que le llenaba el cuerpo.
El hombre le hizo al perro una caricia tímida, como si aquel gesto lo avergonzara, y luego se marchó. El médico no le quiso cobrar. Con paso lento fue el anciano por la calle y llegó a su casa. Al entrar recordó los días en que lo recibía un escándalo alegre de ladridos; un jubiloso salto al pecho, y aquel meneo de cola que escribía con todas sus letras la palabra gozo. Luego pensó en su vida, vacía y solitaria. Pensó en sus hijos, que no lo visitaban nunca, y que estando tan cerca permanecían tan lejos. Y otra vez sintió vergüenza, porque teniendo hijos lloraba la ausencia de un perro.
¡Hasta mañana!…