De política y cosas peores

Armando Fuentes

29/12/15

Pobre, muy pobre era doña Mariquita. Diría yo que era paupérrima de no ser porque su humildad no admitía un adjetivo tan sonoro. Humilde, ni siquiera podía decirse de ella que era pobre de solemnidad. Y era anciana, tan anciana que no llevaba ya la cuenta de sus años. Al indiscreto que le preguntaban su edad le respondía: «El próximo año cumpliré uno más y tendré uno menos». Vivía en un pequeño cuarto que le prestaban en su casa unas señoritas solteras y de carácter agrio que necesitaban a alguien cerca para no desgreñarse entre ellas. Ahí, en su habitación, Mariquita tenía su estufa, y ahí se preparaba sus comidas, pues no quería depender de nadie para comer, ni que le dijeran a qué horas. Con ese poco comer, y con «las garritas» que le regalaban las buenas familias que visitaba cada mes, doña Mariquita se la pasaba bien, muy bien, requetebien. Se decía de ella que venía de gente de fortuna que vino a menos por los golpes de la Revolución. Su padre había sido dueño de una hacienda que rendía buenas cosechas de maíz y trigo; su madre fue francesa, lo que explicaba la tez tan clara y los ojos tan azules de Mariquita. Se quedó huérfana y sola, reducida a la pobreza, pues el escaso caudal que recibió de sus padres lo dedicó a pagar las deudas que dejaron. Hasta el último centavo pagó. Solía decir: «No quiero que nadie pueda mirarme de arriba hacia abajo». La gente la veía subir y bajar por las empinadas calles de la ciudad. Entraba en las casas donde la recibían -entonces todas las casas tenían la puerta abierta -; sin molestar a nadie iba a la cocina, y las criadas le daban un cafecito con leche, gorditas de harina untadas con nata o jalea de membrillo, pan de azúcar. Ella daba las gracias; escuchaba las quejas de las mujeres, sus historias de amor y desamor, y les daba algún consejo que basaba en las enseñanzas de la religión o en lo aprendido en las novelas románticas que leyó en su juventud y que ya no leía, pues ahora las consideraba devaneos impropios de su edad. Al llegar la fecha iba a la Caja de Pensiones que estableció una piadosa dama, doña María de Jesús Zamora, y recibía del adusto cajero la modestísima mesada que la caridad de aquella buena señora había dispuesto. Tomaba el dinerito, se hacía con él la señal de la cruz y luego lo ponía en un pañolón que anudaba con nudos inextricables. Después se guardaba en el seno pañuelo y dinerito, daba las gracias al hombre, que ni siquiera escuchaba su agradecimiento, y se retiraba con paso menudito para ir a dar gracias a Dios. Él sí la escuchaba. Amantísima del Señor de la Capilla, para el crucificado eran todas sus devociones. A mañana y tarde le rezaba; frente a la hermosa imagen hacía la cuenta de su rosario de grandes cuentas. Tras terminar sus oraciones dejaba en el cepo de la limosna una moneda. No era ésa la única limosna que daba Mariquita. De lo que todos le daban ella daba a todos: a los astrosos mendigos que tendían la mano en la puerta de la catedral; al cieguito que rasgueaba su guitarra en la calle de Juárez sin cambiar nunca las notas; al otro que hacía toser un acordeón tísico junto a la Ferretera del Norte; al anciano que tocaba el arpa por en una esquina de la Plaza de Armas. Ella, tan pobre, daba a los que eran más pobres que ella. Algún ricacho, con ánimo burlón, le preguntaba: «Mariquita: y para ti ¿no dejas nada?». «Para comer, nomás» -respondía ella. «¿Y no guardas algo?». «¿Para qué?». «¿Cómo para qué? Para alguna necesidad que se te venga». «Ninguna se me ha venido nunca. Y si me llega alguna Diosito me la remediará. Siempre me ha remediado». «Mariquita: por lo menos haz un ahorro para que el día que te mueras tengas un entierro decente». «Si es decente o no mi entierro yo no lo voy a ver. De cualquier manera tendrán que enterrarme de cualquier manera, deje dinero o no». «¿Quién te enterrará?». «El Municipio». «¿Y si no te entierra? A veces no tiene dinero ni para pagar a los policías. Quizá tampoco tendrá dinero para enterrarte». «¿Que no? ¡Uh, nomás me suelto jediendo, y ya verán si no me entierra!». Y reía Mariquita con risa jubilosa, y se iba por esas calles de Dios, feliz, despreocupada de los afanes de esta vida y de la otra, como las aves del cielo, como los lirios del campo. FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
En la duermevela me pregunto cómo viví este año que se va.
Hago la cuenta del mal que hice, y hago también la cuenta del bien que dejé de hacer, pues el bien que se pudo hacer y no se hizo debe añadirse al cómputo del mal.
No me detengo mucho, sin embargo, en las cuentas de lo pasado, porque pasaron ya. Más que preguntarme cómo viví el año que se va me pregunto cómo viviré el año que viene. A veces los hombres no damos a nuestro prójimo una segunda oportunidad, pero cada nuevo año -cada nuevo día- es otra oportunidad que se nos da.
Quizá no la aprovecharemos cabalmente. Así somos los hombres. Pero en esa nueva oportunidad hemos de ver otra muestra de aquel amor que no se acaba nunca, y que se vuelve vida que debemos convertir en pequeños actos de amor a los demás.
Si no hacemos eso, el año que viene se nos irá también.
¡Hasta mañana!…