De política y cosas peores

Armando Fuentes

15/12/15

De vez en cuando sobre este valle de lágrimas pasa una sonrisa. Sé bien que la vida del hombre no es de color de rosa. Tampoco es totalmente negra: en ocasiones tiene un destello rojo, un lampo verde o una cariciosa pincelada azul. Pero en general predominan los tonos grises. Si a un anciano le preguntan: «¿Fuiste feliz?», rara vez dirá que sí. Contestará: «En ratitos». «A veces». «Más o menos». No pensará en todo lo que le dio la vida, sino en todo lo que la vida le negó. Recordará a aquella mujer que no fue suya; le dolerá aquel viaje que nunca pudo hacer; sentirá amargor de espíritu por la riqueza que otros tuvieron y él no. Antes de cerrar los ojos para siempre hará el recuento de su vida y se preguntará: «¿Pa qué?». (En el momento de la muerte no hay tiempo para la corrección gramatical). Aun así este día narraré una historia con final feliz. El lector perspicaz me dirá que el relato presenta un sospechoso parecido con el cuento de la Cenicienta. Quizá tenga razón, pero aun el cuento de la Cenicienta es posible, con todo y ser tan imposible. Desde luego por cada Cenicienta que encontró su príncipe hay miles que siguen en la cocina, vestidas con harapos y maltratadas por la madrastra vida. De ellas, sin embargo, se ocupa la historia, no los cuentos. Y mi cuento -que es historia- trata de la otra Cenicienta, la que halló su príncipe. En este caso el príncipe es un apuesto norteamericano, corredor de bolsa en Nueva York, y la Cenicienta es una indita -¿caigo en incorrección política al llamarla así?- que vende flores en el mercado de un pueblo del estado de México. El príncipe, quiero decir el joven norteamericano, hace turismo fotográfico, y en ese lugar ha encontrado mil temas para la lente de su cámara. Con ella capta la imagen de la indita. No vende alcatraces -eso sería un cuadro de Diego Rivera-, sino flores de Nochebuena, pues es el tiempo de la Navidad. La muchacha se deja retratar de buena voluntad, y aun sonríe y hace un mohín de coquetería ante la cámara. No lo hace por ser coqueta: lo hace por ser mujer. En la habitación del hotel el fotógrafo viajero revisa las imágenes que tomó ese día. La de la indita -pido nuevas disculpas si incurro en falta al referirme así a la muchacha- lo hace detenerse para contemplar sus grandes ojos negros, su frente despejada, su tez color de barro limpio, sus labios, que serían sensuales si no fueran, como son, inocentes. Al día siguiente el neoyorquino regresa al mercado. Ahí está la pequeña diosa virgen en medio de un altar de Nochebuenas. Ahora él le habla en un trabajoso español que a ella la divierte. Le pregunta por su familia. Tiene papá y hermanitos; su mamá murió. Él le pide permiso para hablar con su padre, pues quiere invitarla a salir. «Mi intención es buena» -le dice con frase que parece haber preparado cuidadosamente. Ella, confusa, vuelve la mirada hacia la anciana que cerca vende sus tortillas. La mujer, la vista puesta en otro lado, ha seguido toda la conversación. Es sabia, y cuando la muchacha la consulta con los ojos hace un imperceptible movimiento de cabeza para decirle: «Sí». Y es que ha sentido que el hombre está enamorado. Acortaré la historia, pues me queda poco espacio. Unos meses después la Cenicienta y el príncipe se casan y se van a Nueva York. Allá tienen dos hijos. Él está contento; ella no: la gran ciudad la asusta; se siente sola; no puede hablar con nadie. Un día, luego de tres años, le dice a su marido que se va a regresar con los niños a su pueblo. Responde él sin vacilar: «Me voy contigo». Está cansado de ser lo que es: un buscador de dinero. Quiere una vida simple, natural. Lo deja todo y vuelven los dos a aquel pueblito. Él se dedica a hacer crecer el negocio de flores de su suegro. Trabaja junto con él; ama la tierra, y al cultivarla viste el calzón de manta, el sombrero de palma y los huaraches de los indios. Es feliz. Todos son felices, como en los cuentos. Yo lo soy también. Sólo me inquieta preguntarme si no caí en incorrección política al decir «indios». Para un escritor nunca hay felicidad completa. FIN.

MIRADOR

Don Abundio cuenta historias que a todos gustan y a doña Rosa, su mujer, disgustan. Siempre que su marido acaba uno de sus relatos dice ella:
-Viejo hablador.
La que contó anoche trata de un hombre que sospechaba que su esposa le ponía el cuerno. Un día llegó a su casa cuando no se le esperaba, y en la sala le preguntó:
-¿Quién estuvo aquí?
Respondió ella, nerviosa:
-Nadie. Nadie.
Dijo él con recelo:
-¿Y luego el vuelito de la mecedora?
Y es que el tipo que había estado con la dama se levantó a toda prisa de la mecedora a la llegada del marido, para escapar por el corral, y al hacerlo la dejó meciéndose.
Termina don Abundio:
-Desde entonces lo primero que hago al volver a mi casa es fijarme en la mecedora.
Todos ríen. Y doña Rosa, con enojo:
-Viejo hablador.
¡Hasta mañana!…