De política y cosas peores

Armando Fuentes

12/12/15

Simpliciano, candoroso doncel, casó con Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las bodas ella vistió un inconsútil negligé que casi no la vestía, pues la vaporosa prenda dejaba ver la luz de su carne marfilina, y aun la leve sombra de lo que el pintor Courbet llamó, en su famoso cuadro, «el origen del mundo». Su enhiesto pecho y desafiante grupa. (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador se extiende en 14 páginas al describir los profusos encantos de la citada Pirulina, descripción que, lo reconocemos, es sumamente interesante y expresiva, pero que nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio, y también porque el texto se aparta de las prescripciones contenidas en el artículo 3,046, inciso 914, de la Ley de Moral Pública). Tras esa molesta interrupción continúo el relato. Simpliciano salió del baño. Lucía la piyama que para el efecto le puso en la maleta su mamá, que tenía rayas verdes y moradas con pintitas amarillas. La piyama, digo, no la mamá. Se acostó el ingenuo joven al lado de su voluptuosa desposada y dijo: «Veamos. Se supone que ahora yo debo ser la abejita y tú la florecita. ¿O es al revés?». Era el tiempo feliz -¡felices tiempos!- en que aún había en México trenes de pasajeros. Uno que hacía el viaje entre México y Laredo se detuvo de pronto. «¿Qué sucede?» – preguntó un viajero-. Respondió el conductor: «Hay una tortuga caminando entre las vías». Replicó, molesto, el otro: «Hace 15 minutos nos detuvimos, también porque había una tortuga caminando entre las vías». «Sí -reconoció el conductor-. Pero ya la alcanzamos otra vez». Antes se decía que el hombre es el rey de la creación. Si en efecto lo es ha de ser un rey demente, como aquellos que Shakespeare ponía a vociferar contra los cielos en medio de la tempestad. Los humanos nos hemos vuelto la amenaza mayor para el planeta en que vivimos. Estamos haciendo de él la mortaja que nos envolverá. Los sabios y poderosos del mundo se reúnen; hablan del calentamiento global y dictan ordenanzas que luego nadie obedecerá. Somos los hombres un maligno virus que atacamos a esa maravillosa criatura, nuestra Tierra. A veces me pregunto si el buen Dios, al revisar después de mil milenios el libro de la creación, no escribió al final una desolada fe de erratas: «Donde puse Hombre debí haber puesto Nada «. El mayordomo James corrió al despacho donde lord Feebledick estaba escribiendo las memorias de sus campañas en la India y le dijo desolado: «Milord: su esposa, lady Loosebloomers, escapó con el chofer». «Bloody be! -exclamó el antiguo mílite, que no olvidaba los juramentos aprendidos en Calcuta-. En fin, creo que no será difícil conseguir otro chofer». En el budoir de la casa de mala nota -de ill repute dicen los americanos-, el membrudo cliente terminó de hacer obra de varón en una de las damas que ahí cumplían el piados oficio de sedar la concupiscencia de los parroquianos. Se disponía ella a salir del lecho donde llevaba a cabo aquellos mercenarios concúbitos eróticos, pero él la detuvo y le informó que iba a asegundar. («Asegundar», define el diccionario, es «repetir un acto inmediatamente o poco después de haberlo llevado a cabo por vez primera». En este caso era inmediatamente después). La fémina se resistió al doblete. Le dijo a su pareja ocasional: «Mi compromiso es una vez, y punto». «¡Ah no! -protestó el otro-. Según el cartel del bar estamos en la hora feliz, y son dos por uno». (Nueva nota de la redacción. Por orden de la madama del lugar la asegundada se llevó a cabo, pues el verriondo cliente amenazó con ir a querellarse en la Procuraduría del Consumidor). Pepito se presentó ante los papás de su pequeña vecina Rosilita. A ellos les llamó la atención que el chiquillo iba vestido con trajecito, y hasta se había puesto corbata. «Vengo -dijo muy serio- a pedirles la mano de Rosilita. Nos queremos casar». «Vaya, vaya -sonrió el papá de la niña-. ¿Tienes con qué mantener a mi hija?». Contestó él: «Creo que con mis domingos alcanzará para los dos». Preguntó, también sonriendo, la mamá: «¿Y si vienen los hijos?». Respondió Pepito: «Bueno, hasta ahora hemos tenido suerte». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Gracias al amistoso oficio del doctor Fernando Sandoval, digno rector del Instituto Campechano, pude visitar en su casa de Campeche a don Manuel Lanz Peña.
Don Manuel es un hombre extraordinario. Con su alba cabellera y su vellida barba tiene traza de apóstol o profeta. Y lo es, pues posee el don de la poesía, y los poetas son apóstoles y vates. Gran cultivador de la décima, cada una de las que ha escrito es una joya. La décima, llamada también espinela, es tan difícil de hacer como el soneto, y exige su misma acabalada perfección.
De manos de don Manuel recibí un libro. A modo de tardía correspondencia le envío yo esta décima cuyo autor ahora no recuerdo. ¿La encontré leyendo a Prieto, a Palma o a Salado Álvarez? Quién lo sabe. Entiendo, sí, que es de un sacerdote a quien molestó la vanidad de un hombre joven y de letras que se jactó en tertulia de varones de haber besado a una muchacha. Dice esa reprensora décima:
«Dicha que es dicha no es dicha. / Dicha si fuese callada. / ¿No bastaba ser gozada, / sino ser gozada y dicha? / Ah qué tremenda desdicha / es la de los hombres sabios/ que convierten en agravios / los favores, y es gran mengua / tenga desdichada lengua / quien tuvo dichosos labios».
Una joya, como las que escribe don Manuel Lanz Peña, campechano señor de Campeche.
¡Hasta mañana!…