De política y cosas peores

Armando Fuentes

11/12/15

Empédocles Etílez, en perfecto estado de ebriedad, fue hacia el guardia de la esquina y le dijo con tartajosa voz: «Señor agente: me robaron mi automóvil. Lo tenía aquí, al final de la llave». Le indicó el gendarme: «Vaya a la demarcación de policía y presente una denuncia. Pero primero abróchese el zipper del pantalón. Trae usted la bragueta abierta». El temulento se revisó y exclamó luego, desolado: «¡Ah! ¡También me robaron a mi novia!». Exigen que automáticamente se les admita en cualquier carrera, sin demostrar aptitud ni vocación. Exigen que se les permita presentar infinitas veces un examen hasta conseguir aprobarlo. Exigen que se les deje estar años y años en la universidad, hasta volverse fósiles, hasta fosilizarse. No están dispuestos a pagar ni siquiera la mínima cantidad que se les pide como cuota por cada año de estudios. Son los partidarios de la llamada «educación popular». De esas huestes saldrán los médicos que atenderán a nuestro hijos; los ingenieros que contruirán nuestras casas; los abogados en cuyas manos estará la administración de la justicia; los políticos que gobernarán a este país. ¡Caramba, cómo atenta contra el pueblo la educación popular!… El gerente del hotel le repitió, terminante, a Himenia Camafría, madura célibe: «Por última vez, señorita: definitivamente no puede usted llevarse eso en su maleta, aunque sea grande y quepa en ella lo que usted se quiere llevar». Replicó, molesta, la señorita Himena: «¿Por qué no puedo llevarme eso? Todo mundo se lleva en su maleta algo del hotel: una toalla, un cenicero, la Biblia que está en el cajón del buró…». «Sí -reconoció el gerente-. Pero nunca nadie se ha querido llevar un botones». Aquel caballero evidentemente poseído por los espíritus del vino iba manejando su coche desatentadamente, y se pasó un semáforo en rojo. Un oficial de tránsito lo alcanzó en su motocicleta y lo hizo detenerse. Le preguntó, severo: «¿Qué pasó con el rojo, amigo?». Farfulló el beodo: «Ya era de modelo muy pasado, y lo cambié por este otro coche amarillito». «No se pase de listo -se molestó el oficial-. ¿Qué no vio el semáforo?». «Sí lo vi -admitió el otro-. Al que no te vi fue a ti». Demandó el agente: «Muéstreme sus papeles». Dijo el borracho: «Papeles los que estamos haciendo aquí, perdiendo el tiempo». Insistió el oficial: «No se haga tonto. Lo que quiero decir es que me enseñe sus documentos». «¿De cuáles quieres? -preguntó el tipo echando mano a un portafolios-. Traigo, cheques, letras de cambio, pagarés.». «Mire -se irritó el oficial-. Le voy a quitar la placa». «¡No la chingues! -suplicó el tipo-. Voy a una carne asada. Sin la placa no voy a poder comer nada». «Está usted empleando evasivas -dijo ya muy molesto el agente-. Vamos, al bote». «Está bien -aceptó el intoxicado conductor-. Pero tú remas». Colérico le ordenó el oficial: «¡Acompáñeme!». «Esta vez tendrás que disculparme, manito -respondió el borrachín-. No traje la guitarra». El oficial, viendo en tan deplorable estado al individuo, sintió un amago de compasión, sentimiento raro en él, y pensó que lo mejor que podía hacer con el sujeto era llevarlo a su casa, para evitar males mayores. Cuando llegaron al domicilio del borracho éste hizo inútiles esfuerzos por meter la llave. Con la mano subía la llave, y luego la bajaba, como si la cerradura se moviera. «¡Ah caón! -exclamó de pronto-. Perdone usted, señor agente: me equivoqué . No era la cerradura: era una cucaracha». El oficial le pidió la llave para abrir él la puerta. El tipo le entregó un objeto. «¡Oiga usted! -dijo enojado el agente-. ¡Esto es un supositorio». «¡Uta! -se procupó el borrachín-. ¿Entonces dónde chingaos puse la llave?». Doña Pasita, de 70 años, y don Calendárico, de 80, sostenían un romance interesante: se veían dos veces al año, y a pesar de su avanzada edad se las arreglaban para hacer el amor. Al terminar uno de esos encuentros semestrales, el de enero, don Calendárico se vistió pausadamente con ayuda de doña Pasita y luego se despidió de ella. «Hasta la vista, mi amor -dijo-. Nos veremos el primer día de julio. «¡Ay, Cale! -exclamó doña Pasita-. ¡Tú en lo único que piensas es en el sexo!». FIN.

MIRADOR

Iba el artesano con su carga de figuras de barro. Caminaba metido en sus pensamientos, tanto que cruzó la calle en el momento en que venía un lujoso carruaje tirado por caballos. Cayó al suelo el infeliz, golpeado por el carro, y todas sus figuras se rompieron.
Acudió un hombre y le dijo en voz baja:
-Tú eres pobre. El dueño de la carroza es rico. Di que él tuvo la culpa del atropello. Terminará pagándote tus figuras al doble o triple del valor que tienen.
Respondió el artesano:
-Hermano: ya tengo la desgracia de ser pobre. ¿Quieres que además tenga la desgracia de ser mentiroso y ladrón?
No soy hombre que guste de las moralejas, pero entiendo que este relato contiene una enseñanza: más que el dinero vale el tesoro de la propia estimación.