De política y cosas peores

Armando Fuentes

8/12/15

Plaza de almas.

El hombre propone y la mujer dispone. He ahí la única enseñanza que la vida le dejó a mi amigo. Muy útil enseñanza es ésa, digo yo. Si eres varón y la aprendes con oportunidad te ahorrarás muchos sinsabores. Mi amigo recibió pronto esa lección. Dejen les cuento, como se dice con sintaxis de hoy. Este amigo mío era joven, y se creía guapo. Tenía además otro atractivo: el dinero. No mucho, pero sí lo suficiente. Y tener lo suficiente es tener mucho. Una noche, entrado en copas, se salió de sí mismo y me confió un plan que había concebido como propósito y meta de su vida. Haría suyas tantas mujeres como letras tiene el alfabeto, una por cada letra: Aída, Beatriz, Cristina, y así hasta llegar a Xóchitl, Yolanda y Zita. Para todas las letras tenía candidata, incluso para las difíciles: Chantal para la che, Karla para la ka, Wanda para la doble u. No se casaría, claro, pues eso representaría un estorbo para su objetivo. Se entregaría en cuerpo y alma a completar aquel lúbrico alfabeto. A mí, debo decirlo, el plan de mi amigo me pareció muy natural. Si hay quienes se dedican a coleccionar monedas, tanto en el sentido de la numismática como de la avaricia; si algunos se pasan la vida juntando estampillas de correos; si otros llenan su casa con campanitas, elefantitos o ranitas de variadas formas y materias, ¿por qué un hombre no puede coleccionar mujeres? Don Juan lo hizo («Desde una princesa real / a la hija de un pescador, / ha recorrido mi amor / toda la escala social»), y es uno de los personajes más celebrados lo mismo en la literatura que en la música. Se ocuparon de él Tirso, Molière, Lord Byron y Zorrilla; Gluck, Mozart, Delibes y Richard Strauss. ¿Qué de raro tenía entonces coleccionar mujeres? Reconozco, desde luego, que a una mujer eso no le gustará. Si es feminista se llamará a ofendida personalmente; pondrá airados mensajes en la red y escribirá en los periódicos artículos coléricos. Yo mismo comprobé tal cosa. Le conté a mi esposa lo que mi amigo me había dicho -a mi esposa yo le cuento todo-, y ella se llenó de santa indignación. Lo llamó «degenerado», «pervertido», «depravado», y me exigió que ya no me juntara con él, no fuera a ser que me inficionara con sus nefandas prácticas machistas. Aquella reacción tan extremada me asustó, y más cuando mi mujer me dijo en tono amenazante: «¿A ti te gustaría que yo empezara a coleccionar hombres?», como si fuera yo el autor de la idea, y no mi amigo. Cambié de conversación. Hablé del clima; de la última película que vimos; de mis problemas en el trabajo. Cuando acabé de hablar ella masculló: «Coleccionar mujeres. ¡Qué canalla!». Sentí que me lo decía a mí, igual que si fuera yo el que las estaba coleccionando y hubiera llegado ya a la letra ve de Verónica. Decidí no volver a contarle nada. No se podía confiar en ella. En adelante, cuando iba a tomar una copa con mi amigo le decía a mi esposa que iba a otra parte: a la junta del club, a cenar con un cliente que estaba de visita en la ciudad. Encontrarme con mi amigo me hacía sentir tan mal como si estuviera con una querida. Por eso no le conté a mi mujer lo que al paso del tiempo mi amigo me contó. Había empezado con buen éxito a cumplir su tarea de coleccionista. Conoció a una chica, la cortejó y fue aceptado por ella. Sería la primera letra de su alfabeto erótico. No le habló de matrimonio: era seductor, no engañador. Lograr con falsas promesas que una mujer se le entregara era truco de galán barato. Él la conquistaría con sus artes de amador; la haría suya y la dejaría luego para seguir con otra, y así hasta completar todas las letras del abecedario. Sucedió, sin embargo, que aquella chica, la primera con que mi amigo iba a comenzar su colección, tenía también su propia meta: casarse y tener hijos. Ese era su propósito. ¿Habrá quien pueda reprochárselo? Yo no. Su idea era tan natural como la de mi amigo, y quizá más. Tenemos, pues, un hombre con un plan y una mujer con el suyo. ¿A quién le vas? Yo también. El hombre propone y la mujer dispone. Mi amigo nunca pasó de la primera letra. Ahora vive contento, y quizá hasta feliz, con sus cinco hijos y su esposa Abigail. FIN.

MIRADOR.
Entre los beduinos se cuenta una leyenda que encuentro interesante.
Un hombre iba por el desierto. Caminaba a pie, pues era tan pobre que no tenía camello ni caballo. Ni siquiera poseía un asno.
El agua que llevaba en un odre se le fue agotando al paso de los días. Sólo quedaba en él la suficiente para llegar al siguiente pozo.
Y sucedió que el caminante halló a otro hombre que se moría de sed. Clamó el desdichado:
-¡Dame agua!
Le dijo el peregrino:
-Sólo me queda la que necesito para mí. Pero te daré la mitad. Aunque no te conozco eres mi hermano. O nos salvaremos juntos o juntos moriremos.
Bebieron los dos. Quedó vacío el odre. Echaron los dos a caminar bajo el ardiente sol. El beduino iba a arrojar el odre. ¿Para qué cargar con él? Pero lo sintió pesado. El odre estaba lleno otra vez lleno de agua cristalina y fresca.
Interesante narración es ésta. No tiene lógica, pero contiene fe. Y la fe siempre es más útil que la lógica.
¡Hasta mañana!…