De política y cosas peores

Armando Fuentes

2/12/15

A don Coquino lo dominaba su mujer, una tremenda señora de nombre Gordoloba. Cierto amigo suyo le aconsejó que una noche llegara a su casa en horas de la madrugada. Seguramente su esposa estaría encalabrinada. Él le gritaría como los karatecas: «¡Yaaaaah!». Grito tan amenazador la asustaría, y de ese modo él tomaría las riendas de su hogar. Así lo hizo, en efecto, don Coquino. Un buen día llegó a su domicilio a las 2 de la mañana, y cuando su esposa se le apareció le gritó como los karatecas: «¡Yaaaaah!». Impávida, impertérrita, incólume, doña Gordoloba le contestó poniéndose en jarras, desafiante: «¿Ya qué, cabrón?». Y dijo con mansedumbre don Coquino: «Ya llegué, viejita». Soy un fanático veedor de cine. Lo considero la literatura de nuestro tiempo. Mientras el mundo -mundillo- literario está señoreado por escritores que escriben para otros escritores, y que por eso son laureados aunque no sean leídos, el cine es de la gente común; pertenece a Pedro, Juan y varios. Yo, que me cuento entre los varios, he ido al cine desde antes de nacer. La víspera de mi llegada al mundo mi padre, para tranquilizar a mi mamá, nerviosa por el inminente alumbramiento, la llevó a ver «La dama de las camelias», o sea «Camille», con Greta Garbo y Robert Taylor. De ahí yo, que iba a llamarme Mariano, por mi padre, salí llamándome Armando, por mi madre. Ese acontecimiento capital me marcó de por vida. Ahora casi no puedo dejar pasar un día sin ver una película, gozo que gozo en mi casa gracias a la invención del DVD, y en mis viajes merced a esos novísimos artilugios electrónicos que al mismo tiempo me azoran y deleitan. Las películas que más me gustan son las de la llamada época de oro de Hollywood. Aquí debo decir que en mi opinión todas las épocas de Hollywood han sido de oro, a excepción quizá de los sombríos días del macartismo, ese estúpido terror que tantos episodios vergonzosos provocó. Y aun en esa oscuridad brillaron las estrellas de aquel gloriosísimo star system que tantas joyas mayores y menores nos dejó. Una muy pequeña vi anoche, una joyita. Se llama «That touch of mink», en español «Amor al vuelo», con Cary Grant, ese galán sin años, eternamente guapo y elegante, que declaró una vez: «Todos quisieran ser Cary Grant. Yo también quisiera ser Cary Grant», y Doris Day, que era como el agua: incolora, inodora e insípida. De ella dijo Groucho Marx, el único Marx verdadero: «La conozco desde antes de que fuera virgen». La película vale sobre todo por su guión, tan excelente que fue nominado para recibir el Oscar. Toda buena película parte de un buen guión, y este es magnífico. Quien se lleva la mejor parte del diálogo es la adorable Audrey Meadows, que luego alcanzó fama en la televisión como la esposa de Jackie Gleason en «The Honeymooners». Dice en el film cosas ligeras de mucho peso. Hablando de una mujer atractiva: «Los hombres la miran, y de pronto sus esposas no los comprenden». A propósito de un sujeto ruin: «Cayó tan bajo que cuando lo enterraron tuvieron que cavar hacia arriba». Y en alusión a lo que las mujeres han hecho por los hombres, y lo que a cambio han recibido de ellos: «Durante 2 mil años hemos parido sus hijos, les hemos lavado su ropa, les hemos hecho su comida y les hemos tenido sus casas limpias y ordenadas. Y ellos ¿qué nos han dado? El derecho a fumar en público. Nos hemos vendido por un cigarrillo. ¡Y tú ni siquiera fumas!». En efecto, no cabe duda de que en tratándose de los bienes sociales el hombre ha recibido -y sigue recibiendo- considerablemente más que la mujer. Se han hecho avances significativos, es cierto, en la lucha por suprimir los abusos, injusticias y variadas formas de discriminación de que las mujeres son objeto, pero aún queda mucho por hacer, sobre todo para poner fin a la violencia doméstica y a los maltratos que muchas mujeres sufren por el solo hecho de ser mujeres. Respetemos a la mujer, señores. Para eso se necesita ser muy hombre. Es decir, ser verdaderamente hombre. El marido a su esposa: «¿Me has sido siempre fiel?». Ella: «¡Con toda el alma!». Y él, suspicaz: «¿Y con el cuerpo?». FIN.

MIRADOR

Historias del señor equis y de su
trágica lucha contra La Burocracia.
El Funcionario del Estado hizo llamar al señor equis y le ordenó:
-Haz tu Declaración Patrimonial.
Declaró, tembloroso, el señor equis:
-Tengo una casa de interés social de una sola habitación; un coche Opel modelo 1974, y 250 pesos en el banco.
El Funcionario del Estado llamó entonces al Empleado del Estado y le ordenó:
-Añada usted a mi Declaración Patrimonial los siguientes bienes de nueva adquisición: una casa de interés social de una sola habitación; un coche Opel modelo 1974, y 250 pesos.
En seguida el Funcionario del Estado se volvió hacia el señor equis y le dijo:
-Dame las gracias, equis. En adelante ya no tendrás que hacer ninguna Declaración Patrimonial.
¡Hasta mañana!…