De política y cosas peores

Armando Fuentes

1/12/15

Plaza de almas.

El suceso que este día voy a relatar podría llamarse «Historia de un adulterio, o casi». Me pregunto si los adulterios no consumados pueden recibir tal nombre. En términos de Biblia, sí: «De cierto os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón». Vistas las cosas desde ese ángulo todos los varones que tenemos el alma en su almario hemos sido adúlteros cardíacos. En el caso del adulterio real, contrariamente, el marido es casi siempre el último en saber que su mujer lo engaña. La esposa, en cambio, descubre la infidelidad de su consorte aun antes de que él le sea infiel. La mujer, se dice, tiene un sexto sentido. Yo pienso que el día de su boda le aparecen un séptimo, un octavo y un noveno sentidos, y más después, conforme pasa el tiempo. Aquellos ojos ensoñadores de la novia se vuelven tras el casorio ojos de lince o águila. A un señor le preguntó alguien: «¿Conoces las máquinas detectoras de mentiras?». «¿Que si las conozco? -replicó él con hosquedad-. ¡Estoy casado con una!». Nada se les escapa a las esposas, ni aun lo inexistente. Si el marido no trae cabellos femeninos en la solapa, su señora sospechará que tiene relaciones con una mujer calva. Abramos ahora un paréntesis y hagamos una lista de los más grandes detectives que en el mundo han sido. Pondríamos primero a Sherlock Holmes, desde luego, paradigma de todos los investigadores privados. Luego vendrían Hercule Poirot, miss Marple, el padre Brown, el inspector Maigret, Lew Archer, Ellery Queen, Sam Spade, Dupin, Philip Marlowe, Charlie Chan, hasta llegar a Nero Wolfe, Columbo, Perry Mason y otros sabuesos más actuales. Pues bien: todos ellos juntos no poseen el olfato que una mujer casada tiene para pescar a su marido en un mal paso. Esto que digo no es advertencia: es sólo introducción al tema. Y a las variaciones. Me sirve de umbral para contar la historia de un cierto amigo mío a quien le sucedió un acontecimiento lamentable. Tenía pocos años de casado, y un día se le ocurrió irse de picos pardos con tres o cuatro compañeros de oficina, muchachos jóvenes que por ser solteros eran libres y a nadie debían dar cuenta de sus actos. Fueron a una de esas casas que en jerga popular reciben el nombre de «congales», y en lengua culterana se denominan «ramerías», pero así nadie las reconoce. Mi amigo iba decidido a no pecar, sino sólo a divertirse sanamente. Quiero decir que se proponía bailar, y nada más. En las casas de mala nota, según es bien sabido, se baila muy a gusto. En mis tiempos aquél que no había bailado «Amor perdido» o «Nereidas» en un congal es que nunca había bailado. Nijinsky, por ejemplo, o Fred Astaire. Mi amigo cumplió su virtuoso propósito al pie de la letra. Se bebió un par de cervezas; bailó con una de las damas que ahí prestaban sus servicios, y hasta ahí. Cuando llegó a su casa iban a dar las 2 de la mañana. No es demasiado tarde, si bien se ven las cosas. Más bien es demasiado temprano. Una inusual neblina o bruma oscurecía las cosas. Su mujer lo esperaba hecha un obelisco, como dijo una nueva rica por decir «basilisco». «¿De dónde vienes a estas horas? -le preguntó con enconoso acento. «Fui a jugar dominó con los muchachos -balbuceó el infeliz-, y se me hizo un poco tarde». «¡Mientes! -le enrostró la esposa-. ¡Estuviste con una vieja!». «¿Por qué supones eso? -tembló él. (Debo señalar que antes de llegar a su domicilio mi amigo se revisó muy bien el saco y la camisa para cuidar de que no tuvieran manchas de colorete, que así se llamaba antes lo que luego se llamaría «rouge»). «¿Que por qué pienso eso? -rebufó la señora-. ¡Mírate los anteojos, desgraciado!». Él se quitó los lentes y los revisó. Lo que había creído niebla o bruma eran unas pequeñas rayas, casi invisibles, en los cristales de los anteojos. Esas rayas se las había dejado la mujer con quien bailó. Se las pintó con el profuso rímel de sus largas pestañas postizas. Lo dicho: ni Sherlock Holmes. FIN.

MIRADOR.
Este día arderá en mi casa una pequeña vela. La enciendo el primer día de cada mes, y he de confesar que es más para pedir que para agradecer.
Sucede que ahí donde muchos no tienen casi nada yo lo tengo todo. Y soy de espíritu tan romo que ni siquiera me apena esa abundancia en medio de tan grandes carencias. Me apoltrono en mis cosas, indolente, y cuando veo algo que me recuerda que la pobreza existe vuelvo la vista a otro lado.
Debería encender una vela para pedir perdón por esa indiferencia. No he sabido entender que el milagro de recibir ha de estar siempre acompañado por el milagro -aún mayor- de dar.
Este día me haré el propósito de compartir algo de lo mío con quienes están cerca de mí, y que lo necesitan.
Si no lo hago será mejor que apague la vela que hoy encendí a esa oculta providencia -tan visible- de la que todo lo recibo. Si no lo hago quizá la vela se apagará por sí sola para recordarme mi egoísmo, la culpable ceguera que me impide ver a aquellos a quienes les falta todo lo que me sobra a mí.
¡Hasta mañana!…