De política y cosas peores

Plaza de almas.

En los hilos de mi vida, Armando, están posados varios pájaros negros. Diría que son los remordimientos si la palabra no fuera tan anacrónica y dramática. Pero cuando ha bebido media botella de tinto a tu tío Felipe le da por ponerse melancólico. Y más de media, creo, me he tomado ahora. Habrás de perdonar entonces que te aseste mis melancolías. No es la primera vez, y espero en Dios que no será la última. Voy a hablarte de la primera mujer con la que no fui hombre. La tomé como se toma el fruto que se te pone al alcance de la mano. Sólo por eso la tomé: porque ahí estaba. La primera vez que salió conmigo la besé; la segunda la acaricié toda; la tercera la poseí. Era virgen, según me lo probó su sangre. En aquel tiempo casi todas las muchachas de mi edad lo eran. Entonces la virginidad era muy apreciada: la mujer debía llegar al matrimonio con el himen intacto, pues si el hombre se daba cuenta de que otro había entrado en la casa antes que él tenía derecho a devolver a la suya a la que pensaba que lo había burlado. Sucedió en mi ciudad que cierto tipo iba a desposar a una dama con fama de ligera. De regalo de bodas sus amigos le enviaron al novio una piñata. «Para que tenga algo que romper» -dijeron. Si aspiraba a casarse, ya te digo, la mujer debía ser doncella. ¿Me creerás, sobrino, si te digo que había clínicas que ofrecían discretamente restaurar los virgos rotos? «Satisfacción garantizada -prometían- o la devolución de su dinero». Una sutil sutura en el quirófano y aquí no ha pasado nada. O, mejor dicho, por aquí no ha pasado nada. Vivíamos una época de brutal machismo, claro. Cuando un hombre desvirgaba a una mujer antes del matrimonio se jactaba de eso. «Era quintito», les contaba orgulloso a sus amigos. Nunca me he podido explicar el sentido de esa expresión: «quintito». Hasta donde sé el único que ha recogido tal palabreja, «quinto», en su acepción vulgar -«virgen, doncella, que no ha tenido relaciones sexuales- es tu tocayo Armando Jiménez. La trae su picaresco «Tumbaburro de la picardía mexicana». Pero ya me fui por el camino de la filología, siendo que iba por el de la melancolía. Aquella muchacha pensaba que me iba a casar con ella -la había besado, acariciado y lo demás; todo lo demás-, pero en aquel entonces yo tenía 18 años y el yugo conyugal no estaba entre mis planes. Comido el fruto me alejé del huerto. Ni siquiera tuve el valor de despedirla, de despedirme. Simple y sencillamente me desaparecí. De vez en cuando nos topábamos a la salida del cine, en el paseo de 12, y ella me miraba con una mirada en la que no había reproche ni rencor sino más bien tristeza. Yo volvía la vista hacia otro lado -a esa edad no gustan las tristezas-, y la olvidaba hasta el siguiente encuentro. Nunca se casó: había sido engañada pero no quiso engañar. Supe que un buen hombre le propuso matrimonio, pero cuando ella le dijo que ya no era señorita la dejó. Vivió sola el resto de su vida. Años después me enteré de su muerte por el obituario. Fui al panteón, pero no me acerqué. Desde lejos vi cómo ponían su féretro en la tumba. Luego la volví a olvidar. Con esa culpa cargo, Armando. A los 18 años no se tienen remordimientos, pero a mis años llegan y ya no se van. Te he mostrado uno de los pájaros negros que están posados en los hilos de mi vida. Otros hay, pero ése fue el primero. A un amigo le conté lo que acabo de contarte a ti y procuró tranquilizarme: «No seas tan severo contigo mismo. Por lo menos hiciste que aquella muchacha no se fuera de la vida sin haber oído un te quiero «. Le contesté: «Ni siquiera puedo recordar si se lo dije». FIN.