De política y cosas peores

Son los peregrinos: Jesús, María y José. La imagen es de barro, y en estos días ha ido por la calle principal de la colonia. En cada casa los vecinos han rezado el rosario guiados por doña Julia, que a fuerza de rezarlo desde que era niña -ahora tiene 80 años- se sabe de memoria las letanías de la Virgen y la oración final: «Por estos misterios santos de que hemos hecho recuerdo.». Terminado el rezo los asistentes forman fila para adorar al Niño Dios. Lo ofrece en una canastita con heno la madrina de la posada, hermosa chica de tez morena y grandes ojos negros. Nadie notó, ni las señoras más fijadas, que al inclinarse para besar a la pequeña imagen este muchacho rozó con los dedos la mano de la madrinita. Cosas que pasan sin querer queriendo, como decía el Chavo. A mí eso no me extraña: siempre el amor florece donde está el Amor. Desde ahora puedo decir lo que vendrá después. La muchacha y el joven se harán novios y se casarán. Tendrán dos hijos: una niña y un niño. Eso tampoco me extraña: la vida florece donde está la Vida. «¡Ya tienen la parejita!» -se alegrará la mamá de la muchacha. «Ahí párenle -recomendará el padre del muchacho-. La cosa está difícil, y más se va a poner». Pero todo eso vendrá luego. Lo que ahora está sucediendo es que los niños (el rosario se les hizo eterno) reciben uno por uno su bolsita de cacahuates y dulces -colaciones, chiclosos, ernestinas-, más una naranja y una cornetita de lámina con la que aturdirán a los mayores. Éstos disfrutan ya en la cocina un agasajo pobre de tamales ricos con atole de fresa o champurrado, a escoger, y de postre un buñuelo para cada quién. No hay bebidas alcohólicas, ni siquiera cerveza, porque doña Julia lo tiene prohibido, y ella es la matriarca de «la calle», que así llaman a su vecindario los que en ella habitan y se conocen desde siempre. Es noche de posada. Hoy han quedado atrás las pequeñas guerras habidas en el año. «La Lupe barre su banqueta y me echa toda la basura». «Don Manuel deja su coche en el frente de mi casa, y cuando viene m hijo no tiene dónde estacionarse». «Los sábados las de la esquina nos desvelan toda la noche con el ruidazo de las fiestas que hacen». Todo eso se olvida, al menos por ahora. Después, ya lo sabemos, con la rutina diaria volverán las pequeñas rencillas, los chismes, las minucias de siempre. Que si me dijo. Que si se cree mucho. Que si no me saludó. Pero esta noche todo se perdona. En la sala platican los señores grandes. Repiten la misma frase una y otra vez: «¿Te acuerdas?». No hablan de cosas de familia: sus memorias son de cuando trabajaron en la fábrica, pues casi todos los hombres de la colonia fueron obreros en ella. Por eso tienen su casa aquí, porque se las construyó la empresa y ellos la fueron pagando a lo largo de los años. El silbato de la fábrica, que marcaba el principio y el fin de cada turno, regía la vida en la colonia. Ahora el silbato no se escucha ya: hace tiempo la fábrica cerró. Don Gustavo calla. «Es muy serio», se ha dicho siempre de él. Está evocando en su interior la oración con que su esposa, fallecida hace unos meses, lo despedía al persignarlo cada mañana cuando él se iba a la chamba: «Jesús te acompañe, te lleve y traiga con bien. La Virgen Santísima de Guadalupe te cubra con su manto, amén». Desde el patio llega la algarabía de los chiquillos. En la cocina se oye el parloteo de las mujeres. Comenta don Tomás: «Todas hablan al mismo tiempo, y todas se entienden». Se acerca ya la media noche. La gente empieza a despedirse. «Hace frío -les advierte doña Julia a los que salen-. Cúbranse el seno». Todos se han ido ya. Los peregrinos quedan. FIN.