De política y cosas peores

Se hallaba la mujer bajo la ducha cuando entró al baño la joven y guapa mucama de la casa. Eso no habría tenido la menor importancia de no ser porque la chica iba en cuero de rana, quiero decir desnuda. «Perdone usted, señora -se disculpó la muchacha, aturrullada-. Pensé que el que se estaba bañando era el señor». La pequeña Rosilita le pidió a su mamá: «¿Tienes una manzana, mami? Pepito me va a enseñar a jugar a Adán y Eva». Doña Facilisa recibió en su alcoba a un hombre que no era su marido. El individuo se asombró al ver pintada en la pared una gran flecha en color rojo que apuntaba hacia la ventana, con un letrero que decía: «Salida de emergencia». Explicó doña Facilisa: «Es que mi esposo acostumbra llegar inopinadamente». Cierto individuo se presentó en el laboratorio químico llevando un pastel. «Quiero que me lo analicen -les pidió-. Es un regalo de mi suegra». La mujer de la Edad de Piedra le dijo al troglodita: «Es cierto que todavía no se inventa la televisión, Kaverno, pero no por eso quieras estar todo el tiempo a duro y dale». Sacramento, la ciudad capital de California, es un bello lugar. En su principal periódico, The Sacramento Bee, hice mis prácticas de periodismo cuando estuve en la Universidad de Indiana. Conocí entonces y traté brevemente a Ronald Reagan. Conservo una fotografía donde el entonces gobernador del Estado está soltando una gran carcajada al tiempo que me da una palmada en el hombro, pues acababa yo de contarle un chiste. Por estos días he recordado mi estancia en Sacramento. Sucede que el actual gobernador, Gavin Newson, promulgó recientemente una ley por la cual las mujeres podrán presentarse en sus centros de trabajo, y las alumnas en sus escuelas, luciendo el peinado que quieran, cosa que en algunos lugares no se podía hacer pues las empresas imponían a sus empleadas, y las autoridades escolares a las estudiantes, «peinados profesionales» que las organizaciones sociales tacharon de «eurocéntricos». Ahora las trabajadoras y las alumnas podrán lucir rastas, trenzas o cualquier tipo de peinado sin exponerse a alguna forma de censura o discriminación. Esta conquista de la mujer californiana podrá parecer cosa menor, pero entraña un triunfo grande en la lucha por los derechos humanos. La democracia se finca en el predominio de la persona sobre el Estado. Cuando un individuo o un gobierno buscan imponer su voluntad por encima de la de los ciudadanos, o los sustituye en forma autoritaria o mentirosa en la toma de decisiones públicas, aparece en la sociedad el riesgo de la dictadura. Don Verolino y su esposa Caraleta sostenían su enésima discusión matrimonial. Amenazó él: «¡Les contaré a todos mis amigos que te hice el amor antes de casarnos!». «¡Uy, qué miedo! -replicó ella, desdeñosa-. ¡Te van a decir que ellos también!». La hijita de don Algón lo visitaba a veces en su oficina. Una noche, cuando el ejecutivo y su esposa estaban en la sala de la casa, la niña se sentó en las rodillas del señor y declaró con orgullo: «¿Te fijas, papi? Lo hago mejor que tu secretaria. Ella tiene que abrazarse de ti». El conferenciante dijo a sus oyentes: «En ese remoto país se acostumbra todavía sepultar viva a la viuda con su marido muerto, de modo que lo acompañe para siempre». Un señor se inclinó sobre su vecino de asiento y le dijo: «¡Pobre hombre!». Doña Macalota entró en la recámara y vio a don Chinguetas, su casquivano esposo, refocilándose en el lecho conyugal con la nueva y guapa vecina del 14. Advirtió el señor la presencia de su consorte y sin turbarse mayormente le dijo: «Tenías razón, querida: es una mujer fácil». FIN.