De política y cosas peores

Permíteme empezar nuestra conversación diciendo una obviedad. Ya me conoces bien, y sabes por lo tanto que todo lo que digo es obviedad. Tengo Maestría en Simplezas y soy Doctor en Ciencias y Artes de lo Elemental. Esto que voy a decir ahora, sin embargo, es más obvio que de costumbre. Y lo que digo es esto: la vida es un don maravilloso. Punto. Ni siquiera la más larga vida sería suficiente para agradecer el regalo de la vida. Incluso en la soledad, la tristeza, el desamor o el sufrimiento debemos vivirla plenamente, exprimiendo cada hora para sacar de ella lo bueno que nos puede dar y el bien que podemos dar nosotros. No hemos de malgastar la vida en envidias, malquerencias o rencores; en ambiciones necias que a fin de cuentas no llegan a ninguna parte. Nadie conoce el día en que tendrá fin su camino, pero pensar en eso nos lleva inevitablemente a la meditación. De los años he recibido una enseñanza, la única quizá que me ha quedado después de tanto andar. Te comunicaré ese aprendizaje en muy pocas palabras, apenas las estrictamente necesarias para decirlo. El arte de la vida consiste en ser feliz y en dar felicidad a los demás. Punto otra vez. Eso hemos de lograrlo sin hacernos daño a nosotros mismos ni causar pesadumbre a nuestro prójimo, sobre todo a aquéllos que viven con nosotros, o cerca de nosotros. Pero aguarda un momento. Me acabo de dar cuenta con alarma de que estoy cayendo en el muy feo vicio de la predicación moral. Acepta un mea culpa de mi parte y déjame callar para que sea otra voz la que hable ahora, y no la mía. Sucede que por la red -hablo de una de esas famosas redes de internet de las que tantas cosas malas se dicen, y otras buenas- me llegó un poema dedicado a quienes sufren penalidades y dolor por causa de una enfermedad. Ese quebranto es parte de la vida, y se le ve en modos muy diversos. Los creyentes lo consideran una prueba que Dios les manda, un mensaje para acercarlos a él. Quienes no creen lo miran como algo anejo al hecho de vivir, igual que el gozo, y lo afrontan -o tratan de afrontarlo- con ecuanimidad, con una especie de serenidad civil. En todo caso ninguna vida está exenta de penas. Una de tantas es ésa que arriba mencioné: la enfermedad. De ella habla ese poema, atribuido en el mensaje a Gabriela Mistral, altísima y nobilísima poetisa chilena, ganadora en 1945 del Premio Nobel de literatura y -sobre todo- maestra. Ignoro si en verdad es ella la autora de ese texto -por más de una razón tengo mis dudas-, pero hallé en él palabras que pueden ser consuelo, o al menos motivo de reflexión, para quienes están sufriendo un quebranto del cuerpo. Cierto amigo mío que padecía un mal irremediable solía declarar: «Mi cuerpo está enfermo. Yo no». En medio de la adversidad conservaba su buen ánimo y agradecía el regalo de estar vivo. Con esa misma actitud transcribo el texto del poema a que hago referencia. Dice así: «En esta tarde, Cristo del Calvario, / vine a rogarte por mi carne enferma. / Pero al verte mis ojos van y vienen / de tu cuerpo a mi cuerpo, con vergüenza. / ¿Cómo quejarme de mis pies cansados / cuando veo los tuyos destrozados? / ¿Cómo mostrarte mis manos vacías / si las tuyas están llenas de heridas? / ¿Cómo explicarte a ti mi soledad / cuando en la cruz alzado y solo estás? / ¿Cómo decirte que no tengo amor / cuando tienes rasgado el corazón? / Ahora ya no me acuerdo de nada. / Huyeron de mí todas mis dolencias. / El ímpetu del ruego que traía / se me ahoga en la boca pedigüeña. / Ya sólo pido no pedirte nada; / estar aquí, junto a tu imagen yerta, / y aprender, Padre, que el dolor es sólo / la llave santa de tu santa puerta». FIN.