De política y cosas peores

 Hay quienes me preguntan por qué soy lo que soy y por qué estoy en un lugar como éste. Usted es hombre; no lo entenderá. Los hombres no entienden muchas cosas acerca de nosotras las mujeres. Más bien no entienden nada. Han inventado una serie de conceptos fijos, de etiquetas, y nos aplican en forma automática esos prejuicios ya gastados: que si no razonamos y nos dejamos llevar sólo por los sentimientos; que si somos caprichosas y volubles; que si nos gusta el chisme; que si hablamos todas al mismo tiempo y nos entendemos todas; que si lloramos a voluntad y usamos las lágrimas para chantajear al hombre y obtener de él lo que queremos. Lugares comunes todos ésos. Usted seguramente los habrá oído, e incluso quizá los habrá usado. Permítame entonces usar yo otro de esos lugares comunes y decirle que cada mujer es única, distinta a todas las demás; un universo. Supongo que igual podrá decirse de los hombres: también cada hombre es único, distinto a todos los demás; un universo. Sólo que el universo masculino es simple, elemental, sencillo, en tanto que el de la mujer es infinitamente complicado. De ahí otro lugar común, aquel que dice que las mujeres no son para entenderlas sino para amarlas. Pensará usted que éstas son demasiadas palabras tratándose de una mujer de mi condición. Pero es que en mi vida han sucedido muchas cosas que posiblemente le explicarán por qué estoy aquí, por qué me dedico a esto. Para empezar le diré que perdí mi inocencia a los 12 años. Es demasiado temprano para perderla ¿no cree usted? Me la quitó un tío, hermano de mi padre. Era rico, y nosotros pasábamos hambres porque mi padre bebía y no trabajaba. Si comíamos era por el dinero que mi tío le daba a mi mamá. Cuando mi padre estaba fuera, o durmiendo una de sus borracheras, mi tío llegaba y mi mamá nos pedía a mí y a mis hermanos -yo era la mayor- que nos fuéramos al parque. Una mañana el tío le ordenó a mi madre que se fuera ella al parque con mis hermanos. Mi mamá me miró con una mirada que nunca olvidaré, y obedeció. Había en sus ojos una tristeza infinita; me pareció que me pedía perdón. Pero me dejó sola con mi tío. ¿Perdonarla? ¿Qué tenía yo que perdonarle? Hizo lo que debía hacer. En los meses y años que siguieron ella y yo hicimos lo que debíamos hacer. Si no lo hubiéramos hecho nos habríamos muerto de hambre todos. El tío escogía: «Ahora tú». «Ahora tú». Mi padre lo sabía, y nos golpeaba a las dos. «¡Putas!». Pero se salía de la casa o se fingía dormido de borracho cuando su hermano entraba, y no le preguntaba nunca a mi mamá de dónde salía el dinero para la comida. Tuve abortos. Mi madre también abortó varias veces. Íbamos con una mujer a la que llamaban bruja. Otros decían que era curandera. «Espantacigüeñas», escribió el periódico cuando la agarraron. Nos daba a beber y a comer no sé qué cosas; nos picaba con el alambre de un gancho para ropa, y echábamos para afuera lo que estaba adentro. A mí me hizo eso tres o cuatro veces; a mi mamá seguramente más. Eso duró no sé cuántos años. A mí me pareció una eternidad. El tío envejeció; ya no podía hacer lo que hacía antes. Pero todo seguía igual. «Ahora tú». «Ahora tú». Y mi padre: «¡Putas!». Yo quería irme de la casa, pero no podía dejar ahí a mi mamá. Un día ella enfermó, y murió al poco tiempo. Pienso que esa fue la única manera que encontró ella de irse de la casa. Una semana después de su muerte yo también me fui. Mi tío ya no tuvo a quien decirle: «Ahora tú». Llegué a esta ciudad y vine a dar aquí. ¿A dónde más podía ir? Por eso estoy en este lugar. Por eso soy lo que soy. Usted no lo entenderá, porque es hombre. Pero por eso estoy en este convento. Por eso soy monja. FIN.