De política y cosas peores

En el cálido acogimiento del lecho conyugal el marido se acercó a su esposa dispuesto ya para el acto del amor. La señora estaba pensando en otra cosa, de modo que le dijo a su consorte: «Todo ha subido. Ha subido el aguacate; ha subido el detergente; ha subido la cebolla; ha subido el recibo del gas. Todo ha subido». Y siguió con una larga retahíla de quejas a propósito de lo mucho que había subido todo. La interrumpió el hombre, mohíno: «Tú acabas de conseguir que algo baje». Lejos de mí la temeraria idea de murmurar acerca del águila que se posó en el nopal y se puso a devorar a una serpiente. Esa ave emblemática está en el escudo nacional y es ornato y gala de nuestra hermosísima bandera. Sin embargo hay que reconocer que el lugar indicado por el águila no era muy apto para fincar ahí una ciudad. La zona es volcánica, y por lo tanto dada a terremotos. También era lacustre, lo cual es causa ahora de hundimientos. Desde luego el águila no tiene responsabilidad en eso, pero si hubiera volado un poco más seguramente habría dado con otro sitio, si no más bello, sí más seguro para el hábitat humano. Aun así yo amo entrañablemente a esa bella giganta que es la Ciudad de México. En el Zócalo siento latir su corazón -el de la Patria-, y me emociono con emoción de niño al ver ondear nuestro lábaro. Cuando entro en su Catedral o miro sus ruinas arqueológicas me parece estar abrazando al mismo tiempo a mis antepasados aborígenes y a aquéllos que vinieron de la Europa. En esa urbe, al mismo tiempo temible y adorable, viví algunos de los mejores años de mi juventud, cuando su aire era todavía respirable, cuando desde las azoteas se veían los volcanes del doctor Atl y el cielo claro que pintó Velasco. A pesar de todas las calamidades de hoy siempre que regreso a la Ciudad de México vuelvo a sentir su hermosura y su grandeza. Es una pena que haya quienes la lastimen por ignorancia o por maldad. Todos sus habitantes deberían cuidarla como se cuida la casa que nuestros padres nos dejaron en herencia y que ellos a su vez recibieron de sus padres. Pero nadie haga caso de esta inútil perorata. Debería colgarme al cuello un palo codal para hacer penitencia por haberla dicho. Olviden mis cuatro lectores mis palabras, especialmente las que escribí acerca del águila. Don Algón y su linda secretaria terminaron de arreglarse las ropas en la oficina del salaz ejecutivo. Le dijo él a ella: «¿Está ya más tranquila, Susiflor? ¿Se ha convencido de que hay cosas que usted puede hacer y una computadora no?». Don Frustracio se asomó por la ventana y exclamó con acento ensoñador: «¡Qué hermosa está la luna!». Doña Frigidia, su mujer, dijo inmediatamente: «Hoy no. Me duele la cabeza». Sor Bette fue con sus alumnas a una tienda de ropa. Le preguntó a la dependienta: «¿Por qué es tan caro este abrigo?». Le explicó la encargada: «Porque es de lana virgen». La monjita se volvió hacia sus pupilas y les dijo: «¿Lo ven, muchachas? ¡La virtud paga!». Babalucas le pidió con ansiedad a su novia Loretela: «¿Hacemos el amor, mi vida? ¡Por favor, dime que estás dispuesta a hacer el amor conmigo!». Replicó ella: «Otra pregunta estúpida como ésa y me salgo de la cama, me visto y me voy de tu departamento». La vedette le preguntó a su compañera: «¿Cómo te fue anoche con ese muchacho norteño con el que saliste?». Respondió la otra: «Me hizo una impresión profunda». «¿De veras?» -se interesó la amiga. «Sí -respondió la vedette-. Me dejó impresa en la barriga la hebilla de su cinturón». El tipo se presentó con don Chinguetas: «Soy de la Sociedad Protectora de Animales». Inquirió él: «¿Protector o protegido?». FIN.