De política y cosas peores

9/04/2019 – «Vine a traerles flores a mis dos novios». Así me dijo con sonrisa triste cuando me la topé en la puerta del cementerio. Ella salía ya. Yo, sumiso a los protocolos oficiales, llegaba a la celebración del aniversario luctuoso de un personaje público que por estar ya muerto, y por tanto en estado de absoluta indefensión, debía resignarse al discurso anual. La conocí de joven. Tenía cuando mucho 18 años. Era muy bella. Menudita de cuerpo, la tez clara, los ojos muy azules, parecía una niña que hubiera crecido por equivocación. Y sin embargo era dueña de ocultas sabidurías de mujer que nadie adivinaba al verla. Eso lo sé, Armando, porque en aquella época fue mi novia. Y qué novia. Me asustaban a veces sus arranques de pasión, su impetuosa lascivia, su sensualidad. Virgen y cortesana al mismo tiempo nunca me dejó recorrer todo el camino, pero sí la mayor parte. De la tapia lo que yo quisiera; de la huerta nada. Y ella disfrutaba aquello tanto o más que yo. Terminamos no sé por qué. (Tampoco sé por qué empezamos). Un día faltó a la cita -o no fui yo, ya no me acuerdo- y luego no la busqué ni ella me buscó a mí. Eso fue todo. O eso fue nada, como quieras. Un par de años después me enteré de que se iba a casar. No pude menos que envidiar a quien sería su esposo. Supe que lo aguardaban muchas noches buenas. El novio era un muchacho de buena sociedad que tenía un hermano gemelo tan semejante a él que se les confundía. De niños solían divertirse haciendo travesuras basadas en su absoluto parecido. Por ejemplo uno iba al cine y veía la película; salía con el pretexto de llamar por teléfono a su casa y luego entraba el otro. Eran, decía la gente, como dos gotas de agua. Así crecieron, igualitos. Y mira, sobrino, lo que sucedió. Aquí la travesura fue muy otra. Un día el novio de la muchacha le dijo que aquella noche no acudiría al encuentro cotidiano pues iba a trabajar hasta tarde. Por eso ella se extrañó cuando su prometido llegó en un coche nuevo a su casa. Lo acababa de comprar, le dijo. Fueron los dos al lugar apartado al que acostumbraban ir. Ahí él le pidió que se le entregara, al fin y al cabo ya se iban a casar. Ella accedió -las caricias y los besos habían sido más encendidos que de costumbre-, y en el asiento de atrás del automóvil tuvo lugar la entrega. Seguramente lo has adivinado ya. Quien poseyó a la chica no fue su novio, sino el hermano de su novio. Los gemelos habían tenido un pleito judicial a causa de la herencia de sus padres; uno de ellos ganó el litigio y el otro cobró venganza tomando para sí a su novia. Ya no hubo matrimonio, desde luego. Recuerda, Armando, aquellos versos del Tenorio: «Imposible la hais dejado para vos y para mí». Los dos hermanos se fueron de la ciudad, cada uno a diferente parte. Ella se quedó sola: nadie iba a casarse con aquélla que había pertenecido ya a otro hombre. Pasó el tiempo -mucho tiempo- y los hermanos volvieron a la ciudad, viudos y solos, reconciliados por una hermana y por la cercanía de la muerte. Falleció uno, y pocos meses después lo siguió el otro. En la misma tumba quedaron los dos. Y ella, la mujer que te dije, les llevaba flores cada mes -un ramo a cada uno- en la fecha en que, engañada, la poseyó uno de los dos hermanos haciéndose pasar por el otro. «Vengo a dejarles flores a mis dos novios», me dijo aquel día que la vi. Y sonrió con tristeza. Sabía que yo sabía. Ahora dime, sobrino, qué te pareció esta historia. No pienses que la inventé yo, tu tío Felipe. La inventó la vida. La vida inventa muchas cosas, ¿sabes?, y a nosotros nos toca sufrirlas y gozarlas. Otra cosa no podemos hacer. Otra vida no podemos vivir. FIN.
OJO: Dice «imposible la hais dejado». Dejar así. Gracias.