De política y cosas peores

 29/01/2019 – Tu tío Felipe, Armando, o sea yo, ha vivido en su vida muchas vidas. Si te dijera los oficios que he desempeñado -en ninguno llegué a ser oficial-pensarías que estuve loco a lo largo de esos años tan cortos. Y sí lo estuve. Loco de vida. Muchas cosas, sobrino, he visto en esas vidas. Te voy a contar una. Mira a ese hombre. Mira cómo mira. Parece que no mira. Está aquí y no está aquí. Le dices una cosa y te responde «Sí» cuando debía contestarte «No». Es que está enamorado. A nadie se lo ha dicho porque él mismo no lo sabe. Y como está enamorado odia. Cuando ve a la muchacha con otro odia al otro y odia a la muchacha. Y a sí mismo se odia, por no ser él quien está con la muchacha. Por ese odio ya debería saber que ama. Su amor es una mariposilla. El periódico local llama así a las prostitutas: «mariposillas». Antes los redactores escribían «hetairas», «meretrices» o «falenas». Con eso daban color a la nota y no se repetían. ¿Para qué sirve entonces el Diccionario de Sinónimos? Pero los señores de la Cámara de Comercio, institución que tiene la mayoría de las acciones en el diario, pidieron no usar esas palabras: «falenas», «meretrices» o «hetairas», porque el público lector no las entiende. «Mariposilla», en cambio, es vocablo que conoce todo el mundo, y no se oye tan feo. El hombre que te digo, pues, se enamoró de una mariposilla. Mariposita más bien: tiene 17 años. Llegó al burdel procedente de un rancho donde vivía con su papá, su mamá y sus hermanos más pequeños. Se la trajo con engaños un tal Lalo que a eso se dedica: a seducir muchachas. Las enamora; las posee; les jura que se va a casar con ellas y se las trae a la ciudad, de noche, en una camioneta. Las lleva a una casa de putas con cuya dueña tiene acuerdo y ahí las vende bien. «Es casi señorita». A la muchacha le dice que va a un mandado, que lo espere, que no tardará. Y ya no vuelve. Lalo es guapo y baila retebien: siempre gana el concurso de danzón en el cabaret «Vesubio». Tiene mucha labia -es la herramienta de su oficio-, y cuando va a seducir a una rancherita le dice cosas como: «A los pies de usted, mi reina». Se peina con brillantina y usa zapatos de colores café y blanco. Sucedió que este otro hombre que te digo, el que mira y parece que no mira, se enamoró de esa muchachita que el tal Lalo se trajo del rancho. Es oficinista; soltero y tiene un buen trabajo. Cierta noche un amigo lo llevó a aquella casa, y el oficinista se acostó con la mariposilla. Al día siguiente la buscó de nuevo. Y más veces regresó después. Se enamoró de ella sin darse cuenta. Yo supe lo que iba a suceder. Le pidió que dejara aquella vida. La muchacha se sorprendió primero y se rió después. Aquella vida le gustaba. Ganaba buen dinero; tenía hasta para mandar algo a su casa. Sus padres sabían en lo que trabajaba y la habían perdonado ya. De esto que te cuento han pasado meses. Ahora miremos al oficinista. Está en la barra de la cantina del burdel. Bebe en silencio una cerveza. La radiola toca «Tú, sólo tú» en la voz de Miguel Aceves Mejía. La muchacha bebe con un sujeto gordo y sudoroso. Es agente de ventas; viene de fuera. Cuando acaben de beber irán al cuarto. Al oficinista le duelen el cuerpo y el alma. Por el espejo de la barra mira a la muchacha, pero ella no lo ve. Nunca lo ve. Y aquí acaba la historia, sobrino. Acaba en nada, como tantas cosas de la vida que pudiendo acabar bien ni siquiera comienzan. Ella seguirá siendo mariposilla hasta el final, y él hasta el final seguirá siendo oficinista. Y yo me apeno, Armando, porque yo fui el que llevó a su mejor amigo a aquel burdel. FIN.