De política y cosas peores

22/01/2019 – ¿Sabes tú, sobrino, lo que es una espinela? Yo sí lo sé. Y no me digas que ése es uno más de los muchos inútiles saberes que tu tío Felipe, o sea yo, guarda como si atesorara un cofre de guijarros. Con el tiempo sabrás que no hay saber inútil. Espinela es lo mismo que décima: una composición literaria de diez versos ordenados según determinadas reglas de consonancia y métrica. Tiene el mismo rigor casi del soneto. La décima se llama espinela por su inventor, Vicente Espinel, un español del Siglo de Oro. Tengo en alta estima a ese señor porque cantaba y tocaba la vihuela, y quien ama la música no pertenece a la caterva de los malos. También fue cura, pero sobre todo escritor. De su pluma salió una linda novela picaresca que se llama «Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón». Yo la leí de joven, pues siempre he gustado de lo picaresco. Lee ese libro, Armando; su lectura te será de más provecho que la de una docena de cartillas morales. Espinel hizo la siguiente frase que junto con otra tengo en sendos carteles en mi biblioteca: «Los libros hacen libre a quien los quiere bien». La otra frase es de mi creación. Dice: «No presto libros. Esta biblioteca está hecha con libros que me han prestado a mí». Te menciono todo esto a propósito de una décima cuyo autor ahora no recuerdo pero que trae una sabia lección para el amor, lección que a mí me ha sido de utilidad muy grande y que espero aprendas. Tengo muchas memorias buenas y muy mala memoria. Deja ver si me permite repetir esa espinela. Trata de un hombre que consiguió que una hermosa mujer le diera un beso, y que luego, en reunión de amigos, se jactó de haberla besado. Dice así: «Dicha que es dicha no es dicha. / Dicha si fuese callada. / ¿No bastaba ser gozada / sino ser gozada y dicha? / Ah, qué tremenda desdicha / es la de los hombres sabios / que convierten en agravios / los favores, y es gran mengua / tenga desdichada lengua / quien tuvo dichosos labios». Bonitos versos ¿no? Y aleccionadores. Enseñan la virtud del silencio en los asuntos del querer. Tú sabes bien, sobrino, que en mis tiempos fui afortunado en amores. No lo digo por jactancia sino por respeto a la verdad. No era yo particularmente apuesto, ni tenía dinero, pero Diosito bueno me regaló dos dones: la palabra y el silencio. Parecen cosas opuestas entre sí pero no lo son. La palabra me servía para enamorar; el silencio para no hablar nunca de mis enamoradas. Jamás pronuncié -sólo en mi corazón- el nombre de las mujeres que me hicieron el inmenso favor de simular que las había seducido yo, aunque en verdad ellas me habían seducido a mí. Todas me dieron al menos una noche de su vida porque tuvieron la certidumbre de que nadie iba a saberlo. Si vas tras una dama y logras que confíe en tu discreción tendrás andada la mitad del camino. La otra mitad la alcanzarás con palabras gentiles, detalles bonitos y, sobre todo, porfiando. Habrá, claro, muchas fortalezas femeninas que resistirán cualquier asedio, pero no pocas te abrirán las puertas si eres galante y perseveras, y si saben que no hablarás. Nunca vayas a ser como aquel mal individuo que después de mucho batallar logró por fin que una bella compañera de trabajo accediera a ir con él a un motelito. Sin contratiempo alguno se llevaron a cabo los besos, las caricias y demás prolegómenos del acto. Sin ropa ya la joven, y en la cama ya, le dijo a su galán: «Una cosa te voy a pedir: a nadie le vayas a contar que me entregué a ti». «Ah no -se decepcionó el sujeto-. Entonces vístete y vámonos. A mí me gusta más el chisme que esto otro». En situación como ésa, Armando, las damas agradecen más el silencio que lo otro. FIN.