De política y cosas peores

15/01/2019 – Este hombre tiene una sola razón para vivir: el ajedrez. Ni mujeres, ni dinero o Dios, las tres grandes locuras de los hombres. Ajedrez. Pasión voraz inspiran los trebejos, que así se llaman las piezas de ese abstruso y arduo juego más difícil aún que el de la vida. ¿Cuántos ajedrecistas habrán extraviado la razón en el laberinto del tablero? Pongamos uno en la primera casilla; dos en la segunda; cuatro en la tercera; ocho en la cuarta, y así sucesivamente, doblando el número hasta llegar a la 64. Pues bien: el número de los jugadores de ajedrez que se han vuelto locos ni siquiera habrá empezado todavía. Menciono sólo a uno. Se llama Carlos Torre. Yucateco, es el más grande ajedrecista que en México ha nacido. Jugó con algunos de los más grandes maestros de su tiempo y los venció. Pues bien: Torre perdió la razón. Al final de su vida quedó silencioso para siempre, la vista fija en un espacio que sólo él podía ver. A lo mejor miraba el tablero sobre el cual pasó la vida, e imaginaba algún gambito inédito e incontrastable. Pero volvamos al hombre del relato. Tiene -lo dije ya- la pasión del ajedrez. Nada la importa aparte de él. Lo juega en el casino local. No están presentes todavía sus compañeros. Llegarán a eso de las 5 de la tarde, luego de la comida y la obligada siesta pueblerina. Él no va a su casa. Ha pedido un tablero y juega contra sí mismo. Tiene un libro que siempre trae consigo, el que escribió el señor Velázquez. Ahí vienen problemas de mate en dos y tres jugadas. Se aplica él a resolverlos; no lo distraen de su tarea las risas, gritos y discusiones de quienes juegan dominó a su lado o billar y carambola en el salón de junto. Pero con toda su pasión este hombre está muy lejos de ser un gran ajedrecista. Para eso se necesita un genio que él no tiene, genio como el de Lasker, Capablanca o Fischer. Alguna vez sus amigos lo animaron a participar en un torneo de aficionados en la ciudad vecina. Volvió derrotado y abatido: no consiguió ganar ni una partida; sólo pudo hacer tablas frente a un muchachillo de 13 años que luego lo venció en unas cuantas jugadas. Esa vez juró dejar el ajedrez. Su madre se alegró muchísimo y fue a darle gracias al Señor de la Capilla, pues desde hacía años le tenía pedido ese milagro. Pero el gozo de la buena señora duró menos que la veladora que dejó encendida frente al altar del Santo Cristo. Al tercer día el hombre volvió a clavarse en el tablero, la cruz de su perdición. Yo alcancé a conocer al ajedrecista. Era de aventajada estatura, rubio cenizo, muy delgado. Casi no hablaba; cuando decía algo su voz apenas se podía escuchar. Daba clases en una escuela, pero en su salón reinaba siempre un caos indecible, pues en mitad de la lección el ajedrecista recordaba un lance de la partida que jugó el día anterior y empezaba a preguntarse por qué la perdió. Entonces enmudecía y se quedaba inmóvil. Sus alumnos lo llamaban «El orate». Murió cuando no llegaba todavía a los 40 años. De un mal de orina, dijeron los doctores, porque se estaba muchas horas sentado ante el tablero bebiendo taza tras taza de café, y nunca se levantaba para ir al baño, pues no quería perder la concentración que exige el juego. Nadie aparte de su madre lo lloró. Al día siguiente del entierro la señora buscó entre los papeles de su hijo. Lo único que encontró fue un centenar de partidas anotadas y un raro diseño para innovar el juego de modo que pudiera jugarse con una esquina del tablero frente a cada jugador; así el rey quedaría en la punta protegido por todas las demás piezas. Tomó esos papeles la señora, cogió también los trebejos y el tablero y lo quemó todo. Fin de la partida. FIN.