De política y cosas peores

Nada me impresiona ya, excepción hecha de Sophia Loren y la catedral de Chartres. Pues bien: hubo algo que me impactó profundamente en la toma de posesión de AMLO. Y lo más extraordinario es que eso sucedió antes de que tomara posesión. Me conmovió ver el cariño que le tiene el pueblo; la cercanía y estrechos vínculos que tiene con la gente común. Las vallas que se formaron a su paso hacia San Lázaro no eran como las de aquellas multitudes que vitoreaban a los Presidentes en el tiempo de la dominación priista. Tales manifestaciones eran falsas; se hacían con la participación forzada de acarreados, en tanto que quienes saludaban y aplaudían a su paso a López Obrador mostraban auténtica alegría por ver a su adalid cuando se dirigía a asumir la más alta magistratura de la Nación. Ningún Presidente de México, quizá con excepción de Madero, ha llegado así a la Presidencia, arropado por un afecto que en el caso de AMLO no dudo en calificar de amor. También me agradó sobremanera el hecho de que López Obrador entregara a todos los mexicanos la residencia de Los Pinos, espacio antes sagrado al que sólo tenían acceso algunos elegidos. Eso, salvando todas las distancias, es como si el rey de Francia hubiese abierto Versalles al pueblo de París. No cabe duda de que López Obrador es el mandatario más popular de nuestro tiempo. En eso advierto un riesgo. Su enorme popularidad puede llevarlo a ser un populista. Eso asomó ya en su mensaje de asunción, cuando mostró que haber ceñido la banda presidencial no lo hizo modificar ni un ápice sus actitudes ni sus discursos de campaña. Su condena del neoliberalismo, hecha con fraseología vetusta, nos hizo volver a un pasado muy pasado. Tal se diría que López Obrador no está enterado de fenómenos tales como la globalización, con acuerdos internacionales como el que su antecesor firmó con Estados Unidos y Canadá. Parece que el tabasqueño quiere hacer de México una ínsula que se bastará a sí misma y no necesitará de nadie ni para la alimentación de sus habitantes ni para su progreso y desarrollo. Produciremos nuestro propio maíz, aunque sembrarlo, cultivarlo y cosecharlo resulte mucho más caro que importarlo. Refinaremos nuestro petróleo, no importa que eso nos cueste más y dañe más nuestro medio ambiente que aprovechar tecnologías extranjeras eficientes y económicas. Ese anacrónico nacionalismo aislacionista no tiene nada de patriotismo y sí mucho de demagogia. Aplicarlo será costoso para México. Y es que López Obrador no parece mirar hacia países cuya tecnología los ha hecho avanzar, sino hacia otros cuya política los ha llevado a retroceder. La visión que tiene de la economía ve más hacia el pasado que hacia el porvenir. Su mensaje a la Nación lo pudo haber dicho Luis Echeverría, si no es que Plutarco Elías Calles. Ofreció trabajar 16 horas diarias. Pero si con ese populismo autoritario nos va a llevar a tiempos ya pretéritos, ojalá acorte considerablemente su jornada laboral. Una declaración le aplaudí, y lo hice con entusiasmo grande: aquélla en que manifestó que no habrá de reelegirse, que respetará absolutamente el postulado maderista del sufragio efectivo y la no reelección. Claro: está por verse lo que dirá dentro de seis años el pueblo bueno y sabio a través de una consulta hecha con el mismo rigor con que se hizo la del aeropuerto de Texcoco. Pero por ahora doy crédito a las palabras de AMLO y las aplaudo calurosamente. Me sigue preocupando, sin embargo, su autoridad sin límites. Hasta ahora el único contrapeso que ha tenido López Obrador es la imagen del guapo y gallardo cadete que apareció atrás de él en las pantallas de televisión. FIN.